Los abismos, de Iban Petit (Expediciones polares) | por Óscar Brox

Iban Petit | Los abismos

En las últimas páginas de su novela, Iban Petit describe la idea del abismo como uno de tantos lugares que las palabras no pueden cruzar. Que exige una especial perseverancia, una determinación, para conseguir franquearlo. En cierto sentido, a Los abismos le sucede como a Las horas, la obra de Michael Cunningham; ambas abarcan la historia de tres generaciones de mujeres a través de un relato. De unas palabras. Del afecto que brota de esas palabras. En el libro de Petit, aquellas surgen de las historias mínimas que entretejen el destino de madre, hija y nieta, desde una España franquista hasta la actualidad. A partir de un deseo de capturar, desde la ficción, todas aquellas cosas que parecen amontonarse en la realidad. Que le conceden un sentido especial, un vínculo secreto, a los diferentes episodios, que se inmiscuyen entre los párrafos como una narración que avanza en paralelo, con varias voces, mientras teje pacientemente los motivos del relato.

Petit arranca su novela con Marie, en el norte de una España empobrecida que vive del exilio (sobre todo, interior) y del silencio. Germen, este último, para construir historias alrededor de todo aquello que no se puede decir, que no se entiende, que la mirada de su protagonista captura entre fogonazos, al abrigo de los cariños de su tía y con la mirada perdida en el retrato de una madre con la que, más pronto que tarde, se reunirá. Entre Marie y Fabiola, digámoslo así, media un abismo menor que el de cada una de ellas frente a sus sentimientos. Frente a los amores, olvidados o reencontrados, y frente a esa vida que se abre camino entre San Sebastián, París o Portbou. Una vida que recorre, casi que persigue, las huellas de Walter Benjamin antes de suicidarse, o que pisa el suelo que tantas veces tocaron los grandes escritores de la literatura sudamericana. Una vida, en definitiva, en busca de su lugar en el mundo.

Quizá por eso, la novela se entiende mejor a través de Claire. De una mujer en busca de inspiración para dedicarse de pleno a la literatura. Cuyo abismo lo constituye, precisamente, la palabra. Su ausencia o su abundancia, su falta de relieve o su exceso de sentido. Esa necesidad de encontrar un término medio que la asalta mientras se interroga sobre un amor del pasado, de su adolescencia, mientras divisa un cercano futuro en la madurez. Uno podría decir que la historia de Claire solo se escribe desde las de Marie o Fabiola; desde los errores, las soledades (a veces, también, compartidas) y los vagabundeos de un sitio a otro. Desde los amores de ida y vuelta y los engranajes literarios que poco a poco ajustan el foco del relato: la determinación, la afectación con la que buscamos, exigimos, casi rogamos, un sentido a las cosas. Por mucho que la ficción, en numerosas ocasiones, nos plantee una respuesta alternativa. Un cobijo y un hogar para protegernos de lo que no tenemos. Como esas novelas que llevan a su protagonista a codearse con Bioy Casares y Silvina Ocampo, con Vargas Llosa y Octavio Paz. Desconocidas, como la vida interior de cada uno, que la prosa de Petit revela capítulo a capítulo.

Hay en Los abismos una sensación de que nosotros, los descendientes, portamos en nuestro interior las historias de nuestros antepasados. Que aquellas, ríos de palabras, fluyen junto al torrente sanguíneo y se entremezclan de manera natural. De manera que mirar hacia nuestro interior revela, refleja, todas esas historias que nos han precedido. Historias de resistencia, de amores frustrados, de éxitos borrados por el paso del tiempo y quimeras encapsuladas en una maleta. La de Petit podría ser una manera de honrar ese pensamiento, de leer cada surco del tiempo para encontrar quiénes fuimos, quiénes fueron, cuál fue esa pasión secreta a la que se abandonaron con tanta determinación. De qué trata la historia de esas tres mujeres. Ese abismo, aparentemente infranqueable, para el cual la ficción nos proporciona tantas y tantas palabras -de emoción, de dolor y sobre todo de amor- para sortearlo. Exponiendo, cuando no desnudando, nuestra conciencia frente a los demás.

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