Moby Dick, de Herman Melville (Sexto Piso) Ilustraciones de Gabriel Pacheco | Traducción de Andrés Barba | por Almudena Muñoz

Herman Melville | Moby Dick

Hasta en una reciente entrevista lo decía Bruce Springsteen: la complejidad de Moby Dick es muy inferior a su negra leyenda. Es dudoso que, por edad y recorrido, el rockero pretendiera adjudicarse un papel intelectual superior a la media; en esa declaración se emitía la voz de un lector corriente, hecho poco a poco, anonadado ante una obra rebajada a los fondos de lo ininteligible, lo barroco, lo exhaustivo, lo pseudocientífico, lo pausado, lo pasado de moda; lo pedante, en definitiva. Pero, ¿cuántos escolares y aficionados a la literatura y los altos retos se han enfrentado, realmente, a la ballena? Y de ellos, ¿cuál sería la cifra de quienes llegaron ya aquejados por la úlcera de una lectura irritada, predispuesta a detestar al monstruo? Ante Moby Dick, deben existir más lectores Ahab que Ismael.

No procede ninguna valoración de los entramados y los simbolismos de una obra diseccionada y expuesta de vientre hasta la saciedad, menos aún cuando el mismo Mellville se burla entre sus prietas líneas de quien pretenda trazar ninguna metáfora en la silueta de la ballena. Y, sin embargo, la gran ironía es que el animal ha subsistido como alegoría y como nada más de lo que también o únicamente es, de modo que sus enamorados sencillos, a la manera del Boss, empequeñecen frente a los apasionados que han hecho del leviatán un insondable seminario universitario. Se aguarda, en cambio, que la ballena sea algo reconocible y cotidiano. ¿Y no lo es, acaso, cuando su nombre es por todos conocido, aunque nunca se haya leído una página ni se haya avistado ningún espécimen salvaje? Del mismo modo que no es necesario haberse embarcado nunca para sentir que uno conoce los mecanismos del Pequod como si hubiese sido ingeniero, carpintero y fregasuelos del barco, quizá tampoco sea ya imprescindible leer a Melville para conocerlo. Ante esa tesitura, resulta predecible que la pereza imponga una superioridad sobre la superioridad: quien lee ahora Moby Dick sólo puede obedecer al martirio o al postureo.

No es pertinente analizar a la ballena porque hacerlo significaría husmear también y falsamente en el interior de los lectores que ha ido tragándose con el tiempo. Desde dentro llegan ecos de una caverna que los supervivientes y los ancestros pintan más oscura de lo que fue (como las fantasmagóricas ilustraciones de Gabriel Pacheco para esta edición), pues las palabras de Eco siempre van a transmitirse de forma incompleta, y su significado distorsionado es el de la época de Melville, que rechaza esta obra extensa, y la de tiempos posteriores, que le han perdido el temor y fingen acariciar a las belugas con sus morros chatos contra las paredes de los acuarios. Eso no implica, por supuesto, que Moby Dick esté hecho para todos, como tampoco lo es el océano, y el esfuerzo del náufrago puede poseer tanto valor como el del explorador que alcanza tierras vírgenes. Pero, por lo menos, que los pies afianzados en la playa no se deban al prejuicio de los cazadores de brujas, a la superstición de haber oído que al otro lado del horizonte viven monstruos terribles.

Resumamos que la ballena no es un símbolo de comunicación, sencillo e infantil. Ni siquiera cuando por un mínimo de atención biológica se le adjudica la proporción real del cachalote, que es el animal al que se refiere Melville. Tampoco el grabado de líneas laberínticas, durante cuya elaboración alguien perdió la vista y la cordura, y que habita un mapamundi hoy risible. La ballena no es una, sino sus partes: es un cráneo, la cola, un par de aletas, unos huesos finos, concavidades, marfil, materia gris y bulbosa, toneladas de grasa, un ojo pequeño que rueda por las aguas. No hay otra alternativa al abordar al ser inmenso que una obra inmensa, que ante la bestia adopta la estructura de la enciclopedia y ante el hombre la de una tragedia isabelina, con sus grandilocuentes acotaciones escénicas. ¿Sabía el no-lector de Moby Dick que entre sus páginas hay un ídolo de madera llamado Joyo, un tal Picatoste, un navío bautizado Golosina y un cocinero Algodoncito? Cualquiera diría que Ismael dejó el Benbow para lanzarse a una segunda aventura y que sigue flotando después de esta, a la espera de un nombre nuevo, convertirse en otro protagonista que lo sabe todo, porque es como un dios o un lector.

La batalla de Moby Dick, tras su contenido y sus formas, no debiera ser demasiado encarnizada entre su formato y el lector. La verdadera oposición se libra entre el sentido práctico y el romanticismo presentes en todos los sucesos que pretenden ser plasmados en algún tipo de obra, el riesgo de lo que es corriente y al mismo tiempo puede representar lo abstracto. La crueldad de la caza de la ballena y el enorme respeto que se destila asimismo de esas descripciones, en una coherencia de opuestos que alcanza reflexiones tan modernas como el vegetarianismo y el canibalismo, la extinción de animales de uso diario apenas vistos por unos pocos afortunados, las inagotables reservas de la imaginación frente a escenas submarinas de las que no hay registros, salvo cuando el cine y las ilustraciones pretenden rellenar el vacío. Melville entrevió el hambre del ser humano por lo extraordinario, su cacería incesante, y la ballena blanca, a día de hoy, ha dejado de serlo. Así que, varada o libre, inmortal y con esa mandíbula desencajada que congela un gesto de indiferencia, la ballena empequeñece y el marinero que flota a la deriva es el huérfano que espera a ser rescatado por otra historia igual de grande que esta.

 


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