Mort Cinder, de Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia (Astiberri) | por Juan Jiménez García
Hay un tiempo para todo. También para Mort Cinder. Obra y personaje. Publicado entre 1962 y 1964 por la revista argentina Misterix, Astiberri lo recupera ahora (y recuperar no es una palabra vana) en una edición de lujo. De lujo porque respeta aquello que había y porque recupera algunas cosas que se quedaron ahí, como el guión de Oesterheld para una aventura del personaje en el Oeste y que se quedó ahí. El caso es que tener ahora esta obra maestra del cómic, ahí, no es cualquier cosa. Es perderse en la profundidad del blanco y del negro. O, como dice acertadamente Juan Díaz Canales en su prólogo, del blanco sobre el negro. Porque el blanco, la luz, el contraste, la otra parte, el vacío, en la obra de Breccia se convierte en el elemento dramático, habitantes de la oscuridad.
Mort Cinder vuelve de entre los muertos. Tantas veces como sea necesario. Oesterheld decide no explicarnos nada. Tal vez algún apunte vampírico, pero ninguna sangre es buscada. Simplemente ha atravesado todos los tiempos, en todos ellos ha muerto y de todos ellos ha vuelto, una y otra vez. Solo en Los ojos de plomo surge la amenaza de que este ciclo se detenga, en una historia que tiene algo de Poe, quizás solo mi impresión. El otro personaje, el primer protagonista, el telonero, el fácil Watson, es Ezra Winston, un viejo anticuario. A él le corresponderá abortar los intentos del malo que pretende conquistar el mundo y devolver a un nuevo tiempo a ese Mort Cinder. Las citas misteriosas, la marca indeleble, el cementerio, las miradas plomizas de seres hipnotizados y suplantados. El misterio está ahí, en todas partes. La aventura. Las tinieblas y la luz, los rostros surcados de mil líneas de vida o de muerte. Los ojos de plomo es la entrega más extensa y también un mundo aparte que se cierra sobre sí mismo con ruido de losas. A partir de ahí quedan los personajes. Y la aventura. Se va el misterio, queda la acción. El pasado presente.
Ahí la serie toma su forma. Una magdalena proustiana en forma de objeto encontrado nos trasladará al pasado de la mano del inmortal. La guerra, las guerras. Las tumbas faraónicas. Una prisión de la que escapar una y otra vez. Un vitral inca. La esclavitud. Las ópticas son diferentes, porque como Breccia con su dbujo, Oesterheld recorre infinidad de caras de ese prisma. El humanismo de La madre de Charlie, esa reflexión sobre las cobardías inevitables de una juventud llevada a una guerra perdida (como perdidas son todas las guerras). El misterio (de nuevo) de El vitral. La emoción, el heroísmo, los espectaculares enfrentamientos de La batalla de las Termópilas (o el compromiso, pese a todo; la naturaleza humana, o inhumana). La prisión a través de dos historias, una de liberación y otra de expiación. Como también podría serlo esa historia La tumba de Isis. Sobre todo ello hay una cierta melancolía de tiempo pasado como tiempo perdido. De irremediable destrucción más allá de las personas. Mort Cinder sobrevive, muerto una y otra vez. Pero solo él permanece. Todo lo demás se desvanece, el olvidado y repetido de nuevo, con formas distintas. A veces algo de luz, como esos blancos sobre todo esos negros.
El trabajo de Alberto Breccia es formidable. En él parecen recogerse las esencias de las que otros se apropiarán después, aun reconociéndole. Nada le es ajeno. La fuerza de las narraciones se multiplica. Cada viñeta es un mundo que vive armónicamente o en conflicto con todo lo que le rodea, como si fuera algo vivo. El negro desgarra las páginas, como desgarra los rostros, siempre atravesados por ese dibujo, nunca ajenos a él. El tiempo se instala en todo los trazos y en todos los recuadros. La expresividad debía ser eso. El uso intensivo de los recursos, ajeno al desfallecimiento. Y sin embargo no acabamos agotados. Como si también en el cómic estuviera esa relación entre la fuerza, la inmortalidad, de Mort Cinder, y la serenidad, la calma, del viejo Ezra Winston.
Tras Mort Cinder, el vacío. El blanco. La nada. Aún con nuestra cabeza llena de todas esas imágenes y esas narraciones. Homenaje inconsciente a ese blanco, una última historia que no se dibujó. Solo está el texto mecanografiado de Héctor G. Oesterheld. Era una historia del Oeste. De pérdidas. De balas. Y tras ella, el intento de recuperar al personaje. Apenas una nota. No salió. Poco importaba ya. Mort Cinder no va a morir nunca.
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Una genialidad el artículo. Una descripción más que acertada. Y una reedición de una obra maestra. Una muy buena noticia para los que gustamos de estas aventuras.