Coche, de Harry Crews (Dirty Works) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox
Resulta interesante observar la fascinación que han ejercido los coches sobre la cultura americana. Desde el Plymouth rojo con nombre de mujer que describió Stephen King en Christine hasta el Cadillac averiado que el oído de Easy Mack reconoce en uno de los capítulos de Coche, de Harry Crews, los automóviles han conducido, nunca mejor dicho, las pulsiones de una sociedad fascinada por la velocidad y el espectáculo. Esa misma fascinación que inspiraba a J.G. Ballard el choque mortal entre sexo y metal, carne y muerte en Crash. El Coche de Crews, sin embargo, nos coloca en el escenario de un hotel en el que Herman Mack pretende llevar a cabo la tarea de comerse un coche gramo a gramo. Día tras día, durante más de una década, televisado para una audiencia enardecida ante ese ejercicio de voluntad tan propio de aquellos que creen en las bondades del sueño americano.
Herman, como tantos otros personajes de Crews, carece de un horizonte vital que, al menos, le consuele con la idea de una escapatoria posible para huir de sus frustraciones. Todo es tan jodido que, en una vuelta de tuerca, comerse un Ford delante de todo el mundo parece una solución coherente. O, como mínimo, una manera de contribuir a ese gran carnaval que protagonizan las capas más bajas y desfavorecidas de Estados Unidos. Una decisión, explica Crews, que sacude al resto de la familia; especialmente, a Easy, el patriarca, cuya vida ha estado también marcada por los coches, quien advierte con claridad lo grotesco del asunto. La brutalidad con la que Herman se expondrá a la muerte o, peor aún, a la locura. A esa gran comilona en la que se retransmitirán hasta sus deposiciones.
Crews retrata a una sociedad bastante primaria y esquemática, dividida entre los que se lucran con el espectáculo sin piedad ni principios, y aquellos otros que acaban siendo protagonistas a su pesar. La carne de cañón que permite al mundo seguir girando, cueste lo que cueste. En una América tan asquerosamente pragmática como lo es Mister, el otro hijo de Easy, quien finalmente ocupará el lugar de Herman cuando aquel decida abandonar su proeza Bigger than life. En ese preciso instante en el que la fascinación de Herman por el coche que está comiendo en porciones se transforme en una pesadilla (casi) psicológica, simbiosis total con las partes del automóvil y sus componentes y reflejo moral de un personaje desmontado, también él, pieza a pieza para reconstruirlo según la lógica del espectáculo más grotesco.
La belleza de Coche se encuentra en el retrato tan perspicaz de Crews de ese margen de América atrapado en los límites de los desguaces y las carreteras secundarias. Atravesado por un sexo reducido al puro deseo infantil (Te quiero y te respeto, Junell), al oportunismo que propicia un pico de popularidad en la vida de alguien o enfocado en la relación enfermiza que tantos años de economía y capitalismo nos ha inculcado sobre nuestras pertenencias. Tanto da si se trata de los elevalunas del Cadillac de Mister o del fetichismo con el que Junell y su eventual pareja se apretujan en el asiento trasero del Ford que su hermano ha empezado a comerse. La cuestión es esa ligazón psicológica, esa relación de dependencia, que Crews describe como una de las enfermedades que están acabando principalmente con la cultura americana. O, mejor dicho, que están tirando del hilo para revelar la cara absurda de su cultura.
Antes de que la tensión de Coche reviente en sus páginas finales, sanguinolentas y disparatadas como solo esa empresa puede resultar, Crews dibuja el retrato enloquecido de un país, a menudo, poco consciente de su enloquecimiento. Fascinado por hallar la grandeza incluso en la aventura más insignificante. El modelo a seguir, incluso, en el tipo más gilipollas sobre la faz de la tierra. Ese horizonte vital, completamente ficticio e ilusorio, que pueda aportar un resquicio de esperanza para una sociedad cuyo paisaje son torres de coches triturados, olor a gasoil y monos empapados en aceite. En la que la velocidad y el deseo calan tan poco, apenas una pizca y de casualidad, que algo hay que inventar para pensar que ellos también pueden vivir el sueño americano. De ahí que Coche sea la representación de ese sueño, a ratos más bien pesadilla, en el que el objeto más preciado de la cultura americana se convierte en el salvoconducto para llegar a ser alguien. Para, paradójicamente, encontrar un lugar en el mundo. En medio de ese gran carnaval.
[…]
Si no quieres perderte nada, puedes suscribirte a nuestra lista de correo: aquí. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.