Cuentos, de Hans Christian Andersen (Editorial Juventud) Traducción de Alfonso Nadal. Ilustraciones de Arthur Rackham | por Almudena Muñoz

Hans Christian Andersen | Cuentos

Toda eminencia en historias aventura una teoría sobre la transmisión y supervivencia de los relatos, sopesando de fondo si ellos habrán cumplido con los principios que distinguen en sus maestros. Pero tengamos en cuenta lo esencial: las historias permanecen porque continúan editándose. Si se trata de una renovación ágil, debida a la alta demanda de los cuentos de siempre, o si esa caducidad es un hecho inevitable que intenta compensarse con reactivaciones comerciales, dejémoslo en manos de las eminencias. El dilema para el lector promedio posee otra naturaleza; ¿qué edición escoger de entre todas las disponibles sobre un mismo universo literario, un mismo autor? ¿El tomo de mesa de café, ilustrado por artistas contemporáneos? ¿El volumen con grabados que desvelan los reversos tenebrosos de historias que, en otros ejemplares del mismo estante, se venden asimismo con léxico depurado y láminas luminosas? ¿Por qué no, entre esa catarata de propuestas a las que se encomienda la dura tarea de encandilar a los ojos, un libro normal y corriente, pero que no lo es en absoluto? Es decir, un recopilatorio como los de antes, una arqueta sencilla y preciosa por fuera que mantiene a temperatura correcta el contenido sometido a cientos de experimentos.

Olive Wellwood, la escritora de literatura infantil eduardiana que protagoniza El libro de los niños (2009) de A.S. Byatt, confecciona tomos personalizados, por colores y tipo de relato, para sus hijos. Defiende la dama que los relatistas de esta categoría no son más infantiles que los demás, y por extensión tampoco lo serán quienes leen, asomados al tópico de una transición vital que enturbia los otros tópicos de la niñez. Cuando Andersen paseaba con Charles Dickens por alguna playa desolada y meditaban sobre el futuro como dibujado en la arena gris, el mayor tormento del cuentista danés no consistía en si sus escritos serían adecuados para el público infantil o si esas historias perdurarían más allá de un siglo. ¿Por qué he recibido una crítica negativa, y recibiré más en adelante? ¿Gustaré o no gustaré, por qué en uno y otro caso? Dos niños crecidos, entonces, recorren la orilla del mar con miedos infantiles, que se vuelcan en sus obras como si se tratasen de dilemas de peso. Los colores que dividían los tomos de Olive o la famosa colección de Andrew Lang exponen un espectro de emociones básicas, sin edad; libros serios pero vistosos colocados en esa estantería al alcance de los altos y los menudos.

Un volumen rojo, de tacto similar a las viejas cubiertas de tela, marcado por sellos dorados. En el interior, página a página, una orla continua de vegetación modernista, con ese mimo de decoración total que aplicaron las Arts and Crafts a los libros ilustrados como joyas medievales. Un tono verdoso uniforme que facilita el cometido principal del objeto: destacar el texto, ser leído. Así queda recuperada esta selección de Cuentos de Andersen, a la usanza de su edición original por Editorial Juventud en 1925. El ejemplar útil pero ornado, perfecto portal de entrada o regreso al lector que se familiariza con el equilibrio entre los pedazos ingenuos, crueles y burlescos que arman los relatos de Andersen. Un hombre melancólico que halla adecuación con el libro entendido como elemento del pasado que merece infinitas oportunidades. Atrapado para siempre en esa guirnalda de primavera u otoño, construyendo un paisaje que completa la imaginación de quien lee o escucha, pues el volumen invita a ambas cosas.

Arthur Rackham, ilustrador de altos vuelos que hizo de los autores victorianos y de sus contemporáneos eduardianos un único paraíso fantástico, entendía el lado feérico del folklore europeo en su sentido original: un submundo cargado de trampas para el hombre; aguas cenagosas que sólo pretenden chupar almas y mofarse de la débil entereza de los mortales. De esta forma, en las láminas y siluetas entintadas para acompañar los relatos de Andersen aparecen sus humanos nudosos, a los que traslada su gusto por lo abigarrado y por las aventuras trazadas como bosques de troncos enrevesados y poco amigables. No obstante, la habilidad del autor danés para dotar de coherencia psicológica a todos sus personajes, sean dechados de virtud o mezquindad, tiene excelente escolta en las anatomías bufas y la proliferación de detalles de Rackham. Este potaje de lo bello y lo grotesco se hermana con el sarcasmo de vueltas de tuerca al típico esquema de los Grimm o Perrault, como El duende y el abacero, Cada cosa en su sitio, El escarabajo o Los chanclos de la fortuna; la compasión voraz de La fosforerita, El patito feo y La sirenita; y el lirismo inspirado de La reina de la nieve, El compañero de viaje o La flor de saúco. Empresa a la que favorece una traducción que no teme en recurrir a los limos del idioma castellano, a que lo desconocido para el lector, infantil o curtido, aguarde en todas partes. En sahumar estas páginas, pelear contra un estafermo, apurar picheles y contar luminarias. En las flores del jardín, los juguetes del arcón, la tetera para los días febriles, la entomología, la cuerda que sostiene las salchichas de la cena. La rutina gris del hombre que escribía cuentos como golondrinas: creemos que siempre han estado ahí, se marchan, regresan; siempre niños, siempre viejos.


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