El Condotiero, de Georges Perec (Anagrama) | por Juan Jiménez García
El Condotiero es la primera novela de Perec. Escrita cuando ni tan siquiera era escritor (¿cuándo se es?), pero ya sabía que no iba a ser otra cosa. Es decir, una obra escrita en la duda, como seguramente toda primera obra, reescrita una y otra vez, tantas como lecturas ajenas o fracasos propios frente a las editoriales, frente a sus rechazos. Luego, cuando por un momento Gallimard estuvo a punto de publicarla, un nuevo fracaso. Y tras él, simplemente se perdió, bajo las proféticas palabras del escritor: “(…) esperaré a que un exegeta fiel lo encuentre en un viejo baúl (…) y lo publique.» Tiene veintidós años. Alguien lo encontró y ahora aparece publicado por Anagrama en nuestro país.
Bien, decimos que es la primera obra. Bueno, realmente no. Hubo algún intento (uno perdido, otro encontrado), pero formalmente debemos considerarla así, seguramente porque él mismo la consideró así. Siendo justos, Georges Perec nacería con Las cosas, esa novela de toques autobiográficos sobre una pareja para la que tener (y a través de ello ser) lo era todo. El Condotiero sería un preintento, una obra de juventud en la que podemos encontrar trazos y maneras, pero a la que seguramente le falta aún la convicción que marcaría su obra, ese caminar firmemente entre la literatura como juego y el juego como literatura. En El Condotiero no deja de haber mucho de eso, pero seguramente las revisiones a las que se ve obligado una y otra vez (y esas dudas), le hacen que sea una obra menos suya.
Para empezar, la propia obra se estructura en dos partes con personalidad propia:
Primero, la aventura existencial (porque en ello le va la existencia) de un falsificador que ha matado al hombre para el que trabaja, en un relato denso, con trazas de novela negra, de relato carcelario (acaba encerrado en un sótano del que debe escapar para salvar su propia vida). Segundo, Perec da un giro total a la narración y la convierte en un diálogo entre el protagonista y un amigo, una conversación en la que rememora su vida, su vida como falsificador, y la imposibilidad de enfrentarse a su última obra (y por tanto, de seguir llevando esa vida, vida cómoda por otra parte), última obra que Perec no escoge por azar, siendo una imagen que le atrae en lo personal: el Condotiero de Antonello de Messina, a través de la cual entra otro elemento importante de su propia escritura (él, es decir, la memoria). ¿Qué compartía con ella? Un detalle: el corte en el labio superior (en W o el recuerdo de la infancia escribirá sobre ello).
Por otro lado, quizás podemos ver esta historia sobre un falsificador al que no le cuesta nada copiar cualquier obra hasta que se encuentra con una obra que escapa no a su capacidad, sino más bien a su voluntad, como una primeriza reflexión sobre la escritura de un Georges Perec, llamado a buscar siempre, a incluso imponerse, esa búsqueda a través de contraintes oulipianas. Perec parece sostener que una obra única, una gran obra, debe ser necesariamente irreproducible, porque nunca llegaremos al fondo de ella, lo cual no deja de ser un adelanto de su propia creación, que tras lo obvio esconde lo mágico, tras complejos (o simples) trabajos sobre reglas formales esconde un corazón que late, una escritura viva, que fluye en una libertad. Por eso Perec no puede ser “falsificado”, como tampoco puede ser falsificado ese cuadro. Porque la literatura, como la pintura, no es una cuestión de trazos o barnices, sino algo más. ¿Qué?