El día que Nils Vik murió,, de Frode Grytten (Anagrama)Traducción por Mariana Windingland | por Gema Monlleó

“Frode Grytten | El día que Nils Vik murió

“No me molestes.
Acabo 
de nacer”
Devociones, Mary Oliver 

¿Puede una novela que en la primera frase indica que el protagonista va a morir ser un libro feliz? Por contradictorio que parezca, a veces sí. Y en el caso de El día que Nils Vik murió mi sí es rotundo.  

“A las cinco y cuarto de la mañana, Nils Vik abrió los ojos y el último día de su vida comenzó”. A la estela de las primeras frases de Pedro Páramo (Juan Rulfo: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo») o Beltenebros (Antonio Muñoz Molina: «Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca»), por poner dos ejemplos, Frode Grytten (Bergen, 1960) opta por una frase-sentencia que enmarca la novela de principio a fin, una frase-ambiente que envuelve la lectura en un casi limbo (¿un purgatorio avant la lettre?) esperando que la muerte acontezca. 

Nils Vik es piloto de un transborbador en los fiordos noruegos. Y digo “es” en lugar de “trabaja como” porque su barco es su vida, al igual que lo fue para el linaje que le precede, generaciones de navegantes para los que los “borboteos y crujidos, susurros y silbidos” del fiordo fueron la banda sonora única de sus vidas (“Soy Nils Vik, soy un hombre con un barco”). Nils, anciano, viudo, con el corazón débil, abandona su casa en este su último día y sube al Marta, su barco de roble, dispuesto a cruzar el fiordo por última vez siguiendo el rastro invisible de todo lo que ha amado en su vida. Un rastro que está consignado en sus veinticinco cuadernos de bitácora en los que, además de los apuntes referentes al tiempo y al viento, ha escrito anotaciones de sus pensamientos y destellos, a modo de inventario, de los hechos más significativos a bordo. El Marta, compañero inseparable, barco-caracol, hogar-acuático, un barco que “navegaba, ronroneaba, cantaba y se mecía” y que para Nils es una filosofía de vida más que un modus vivendi, “un satélite, una luna orbitando alrededor del fiordo”.  

En este último día, en este consciente último día (sí, Nils lo ha decidió así: “el mar vuelve a agitarse, es la última marea”), el Marta se llena de las voces de los muertos que transitaron el fiordo a bordo. Un amanecer de anti-zombis que bajan de las montañas para montar en el trasbordador (con la añorada perra Luna a la cabeza), almas solitarias que “pertenecen al pasado, pero existen aquí y ahora”, pasajeros que emergen de sus cuadernos de bitácora, que brotan, carnales (“Míranos. Tócanos”) de su memoria para conformar un pasado polifónico, el retrato de una vida que no es sólo la de Nils sino también la de los habitantes del fiordo (con sus bodas, sus enfermedades —¡la dignidad de Kari Aga en su historia! —, sus tragedias naturales, sus —pocas— envidias, sus deseos e intenciones…). Un lúcido último día en el que rememorar tantos otros últimos días en los que, a diferencia de este, nada parecía indicar que fuesen a ser los últimos. 

La felicidad del libro está en el modo en el que Nils evoca el pasado, en la elección de unos recuerdos que, aunque en ocasiones puedan ser tristes, nunca están teñidos de amargura. Porque la vida plena de Nils es la de un hombre que sabe que ha sido útil a su comunidad, con una intuición futo de la observación de la naturaleza (“hay que aprender a vivir con las montañas saber cuando están tranquilas y cuando empiezan a deslizarse, a crujir y a agrietarse”) y de la más inocente de las empatías con sus pasajeros; un hombre rudo y firme, también emocional y tierno, aunque no atine a poner palabras a muchos de sus propios sentimientos; un hombre tan ingenuamente contradictorio como para preferir el papel de Edward G. Robinson en Cayo Largo (John Houston, 1948) en lugar del de Frank McCloud, el capitán del transbordador interpretado por Humphrey Bogart, sólo porque Robinson había elogiado la belleza de los fiordos cuando rodó Canción de Noruega en su tierra (Andrew L. Stone, 1970).  

Un hombre aferrado al recuerdo de su esposa, Marta (la que da nombre al barco, “Todo le recordaba a Marta. Era todo lo que tenía ahora. Para otros no habría sido nada. Para NIls Vik era casi demasiado”), y cuya añoranza serena tiene puntos en común con la que envolvía a Asle, el protagonista de Septología del también noruego Jon Fosse. Nils y Asle, hombres sencillos, de una sola mujer (“no recuerda ningún momento de su vida en el que no la hubiera amado, o en el que hubiera dudado de ser correspondido”), con pocos amigos (el americano Robert Soth en el caso de Nils, Asleik para Asle), profundamente enamorados del paisaje del fiordo (“si uno ama el fiordo, también debe amar la monotonía, las repeticiones, la rutina, y tener la voluntad de quedarse allí durante horas”), y que avanzan hacia una luz que los trasciende. Un paralelismo más con la obra de Fosse es que ambos escriben en nynorsk, una variante minoritaria del noruego de raigambre fundamentalmente campesina que intenta conservar las esencias de los dialectos locales (el nynorsk, en un posicionamiento claramente político, fue también el idioma escogido por Fosse en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 2023).  

“Un navegante es una variación sostenida, un hombre digno de confianza, llega cuando tiene que llegar, entra y sale del fiordo, del mismo modo que el agua, que rompe y remansa, que todo lo abarca y lo envuelve. Pero siempre hacia delante, hacia delante, como las manecillas de su reloj de pulsera”. Y en esta variación unidireccional hacia el futuro, hacia el (su) fin, hacia el cambio último (“el tiempo en mi interior también cambia”), Grytten narra la despedida sosegada de un hombre que encontró la felicidad, fiel a su linaje, navegando el fiordo y amando a una compañera que esperaba sus pisadas en la gravilla después de un día de viento y oleaje (“Mi rostro existía. Pronto ya no existirá. Estoy perdiendo velocidad, estoy vagando por el aire, me estoy convirtiendo en agua, este gran porcentaje de mí que es agua. Mi rostro volverá a ser agua”). El soliloquio interno de Nils, y sus diálogos con esta suerte de santa compaña buena que recoge en su barco (conmovedor el relato del que será su grumete, el joven Jon Anderson), es mucho más explícito que las conversaciones reales rememoradas (acordes tanto a la sobriedad de su propio carácter, —“eres muy callado, le había dicho Marta el día en que se convirtieron en novios. ¿De verdad hay tanto que decir?, le había contestado él” —, como al rumor de otra época). La prosa cálida del autor amabiliza la naturaleza indómita del fiordo y el solitario silencio que lo envuelve es la percepción de la epifanía final a la que Nils se abandona (“el silencio es el cosmos, el gran vacío contra el que no se puede luchar ni hacer nada”). 

La felicidad de la novela se sostiene en la serenidad que habita al protagonista, en la falta de grandes acontecimientos vitales, en las rutinas vividas como regalos aceptados y no como imposiciones, a la estela de Leonard y Hungry Paul (Rónán Hession, Alpha Decay, 2025), Stoner (John Williams, 1965), o El turista accidental (Anne Tyler, 1985), por más que pueda haber quien no considere a estas dos últimas como novelas felices. Cercana también al aura de paz que envuelve la poesía de Mary Oliver, El día que Nils Vik murió es el relato conmovedor de un último día en el que el mar abierto tras el fiordo se torna amniótico para abrazar a un hombre bueno.


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