Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon (Jekyll & Jill) | por Juan Jiménez García
Hay en la Biblioteca bizarra de Eduardo Halfon un misterio: cómo llegar a la belleza de las cosas desde los más extraños caminos. Ni tan siquiera son tortuosos, ni tan siquiera son poco frecuentados. Una biblioteca personal, la paternidad, no forman parte de los desconocido, sino de lo mil veces transitado. Y sin embargo Halfon vuelve a conseguir ese extraño milagro de cada uno de sus libros (aquellos en los que repite una y otra vez, con ligeras variaciones, su historia, la de su familia). De nuevo, el mundo es creado a partir de sus detalles, de aquello que se intuye más allá de aquello que es. De cómo las cosas cambian, se hacen nuestras, se vuelven a hacer nuestras una y otra vez, en una sucesión de eternos reencuentros que son cada vez otro, diferente.
La biblioteca es aquel lugar en el que escribimos nuestra vida. Todo aquello que fuimos. Hasta nuestro libros equivocados nos dicen algo. Cada uno de esos libros responde a un instante, a un deseo. Esa biblioteca árida de la abuela judía en la que solo se encuentran libros sobre Israel. Esos libros de viejo que esconden dedicatorias, que esconden a su vez esas esperanzas y fracasos, aprecios vendidos. Esas bibliotecas de los otros, que recorremos con curiosidad, esperando un encuentro inesperado, mientras nos dicen algo de ese otro. La biblioteca blanca que solo podría tener un francés; la biblioteca que solo podría tener Leonardo Sciascia; la biblioteca del lector que no atesora nada. Todo es transitorio. Otras bibliotecas.
En Los desechables, uno descubre aquello que intuyó ya hace mucho, cuando era un crío apenas. Que las mejores preguntas no vienen de aquellos de los que no esperamos nada, ahogados en nuestros cómodos prejuicios. Nada a nuestro alrededor nos sorprende, hasta que abandonamos ese alrededor. Aquí, a Eduardo Halfon lo entrevistan unos pobres diablos escapando de un mundo aún más pobres que ellos, abandonado adicciones y pasados oscuros. Y sus preguntas son las más justas, porque vienen no de un conocimiento manoseado, si no un desconocimiento que lo hace todo inédito, y las preguntas surgen de todos los órganos de cuerpo, y no solo de ese sobrevalorado cerebro.
Halfon, boy. William Carlos Williams nunca me dijo nada. Era tan claro que me resultaba incompresible. Tan revelador que buscaba en él, una y otra vez, el misterio. Entonces leí Halfon, boy. Igual uno de los fragmentos más bellos, más sobrecogedores (y esto no siempre tiene algo que ver con el miedo, aunque también aquí esté ese miedo, de algún modo), de la obra del escritor. La obra del poeta, que también era ginecólogo, se entrecruza con la vida del escritor, que también va a ser padre. Y entonces padre, médico, escritor, poeta y niño, se enredan entre palabras, se agarran a la hoja en blanco hasta ser ese memoria del mundo, esa memoria íntima, que llena el vacío de los espacios en blanco.
Una antigua base de submarinos. Chéjov.
En La memoria infantil (notas a pie de página), Halfon vuelve sobre la memoria, aquello sobre lo que se construye su obra. Anoté una frase: Hacer literatura es el arte de manipular el recuerdo. Pienso en el artesano que trabaja el barro en ese torno de cerámica que gira y gira, como el mundo, como uno mismo. Y como ese barro va adoptando formas diferentes según la posición de las manos y nuestra posición en la vida. La materia es la misma, lo demás es incertidumbre.
Me gustaría acabar aquí. Pero queda un texto más. Mejor no andar hablando demasiado. Es sobre el miedo. El miedo de ser algo en un lugar en el que no se tiene aprecio para nadie. Ese lugar es Guatemala, pero podía ser un montón de sitios.
Qué decir.
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1 thought on “ Eduardo Halfon. Entonces, por Juan Jiménez García ”