Villa Wanda, de Eduardo Bravo (Autsaider)| por Óscar Brox
A cualquier lector de Leonardo Sciascia o de Alessandra Lavagnino no le resultará extraño ese descenso a las cloacas de la realidad política italiana que tiene como uno de sus epicentros la Villa Wanda. Cualquiera puede imaginar las reuniones entre jerarcas, banqueros y asesinos como las de aquel retiro espiritual en Todo modo. Cualquiera puede colocar a sus protagonistas en la misma tela de araña de conspiraciones y crímenes con la que Sciascia atrapaba al personaje central de A cada uno lo suyo. Y, en definitiva, cualquiera puede advertir hasta qué punto unos y otros no solo debilitaban las frágiles estructuras de la libertad, sino que dinamitaban la verdad para sumirla en un mar de mentiras interesadas. Las mismas que, por ejemplo, mantuvieron durante décadas a un político como Giulio Andreotti en el parlamento italiano. De todo ello versa este libro-ensayo-recorte periodístico elaborado por Eduardo Bravo, por cuyas páginas desfila un catálogo de payasos y monstruos que colaboraron para sumir en el terror y la incertidumbre, durante más de 20 años, a la sociedad italiana.
Bravo comienza presentando al titiritero, Licio Gelli, personaje sombrío del poder italiano cuya logia Propaganda 2 permanecería asociada a cada volantazo salvaje del panorama político del Estado. Pero Gelli, pese a su importancia, es solo un personaje más. Un nombre que se repite, que salta al Atlántico para hablar del peronismo o del Chile de Pinochet, o de los intereses de Estados Unidos por mantener un equilibrio en la Europa de posguerra. Porque Bravo presenta, uno por uno, a cada pistolero, sicario, político, sabandija o víctima que tuvo algún papel dentro de aquel tablero de juego. Da igual si para ello hace falta apuntar a las altas instancias de la curia vaticana o señalar sin rubor la agenda oculta de un premio nobel de la paz (je, je) como Kissinger. La cuestión radica en explicar hasta qué punto un país pudo ser víctima de la lucha intestina para evitar que un gobierno de izquierdas pudiese poner en jaque la docilidad que la democracia cristiana había instalado en el panorama político europeo. Y para garantizarlo poco importaba tirar de ejércitos paramilitares, de la mafia o del último ratero de un barrio de Roma capaz de repartir plomo al político más bienintencionado.
Por Villa Wanda desfilan políticos como Aldo Moro, cuyo secuestro expuso la vergüenza de unos democristianos que no tuvieron empacho en dejar morir a un compañero para boicotear el acuerdo histórico con el partido comunista de Berlinguer. O el mentado Andreotti, quien soltó lastre político al reconocer la existencia de la Red Gladio y desatar, con ello, una tormenta de noticias alrededor de las actividades terroristas que habían sacudido a Italia durante las dos décadas anteriores. Pero también desfilan las Brigadas rojas, a las que Bravo, con la ayuda del profesor e investigador académico Matteo Re, desmitifica convenientemente sin temblarle el pulso a la hora de identificarlas como un grupo terrorista progresivamente desconectado de la realidad. O como unos idiotas que fueron colaboradores necesarios para permitir que las cosas continuasen de la misma manera. Y es que uno pasa las páginas del ensayo sin olvidar que en aquellos años de plomo cambiaron pocas cosas. Sí, murió Pasolini y, con él, probablemente una molesta conciencia crítica que trataba de emanciparse de la realidad política de la derechona italiana. Pero el resto eran bombas, disparos, cuerpos que se encontraban en los maleteros de coches o colgados de un puente (como el de Roberto Calvi, el banquero de Dios) y acumulación de poder sobre las espaldas de unos pocos.
Villa Wanda podría ser un ejercicio de realpolitik, si no fuese por el escalofrío que recorre nuestra espalda a medida que se extiende la sensación de eterna paranoia que el Estado consiguió inculcar a base de meterle miedo a la sociedad. Es decir, encargándose de anular a cada uno de los miembros destacados de la oposición, destrozando la esperanza de que los hijos del antiguo fascismo no continuasen metiendo sus manos en cualquier asunto de estado. Y si bien es cierto, como anota el propio autor, que a partir de los 90 el Poder cambió los asesinatos por el dinero y la malversación, ello no es óbice para que al lector le ronden por la cabeza las atrocidades cometidas para desestabilizar toda posibilidad de discrepancia con el orden establecido. Sí, Andreotti tuvo su Tangentopoli, Gelli se movió por las sombras de la política transalpina, las Brigadas sucumbieron a su apetito por la autodestrucción, a Indro Montanelli lo tirotearon (y sobrevivió) y al general Dalla Chiesa (una vez más, recuérdense aquellos artículos críticos de Sciascia) lo asesinaron. Pero, ¿y qué? Italia tuvo a su Berlusconi y los payasos continuaron manejando al país y su corrupción desde sus más que alargadas sombras. De ahí que uno cierre el libro de Bravo con ese mal sabor de boca cuando se comprueba hasta qué punto las cosas apenas han cambiado. Solo han virado ligeramente de color. El mal, de alguna manera, nunca descansa.
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