Corazón giratorio, de Donal Ryan (Sajalín) Traducción de Celia Filipetto | por Óscar Brox

Donal Ryan | Corazón giratorio

Cuesta no pensar en el dolor como el mecanismo que acciona las palancas de las pequeñas historias rurales. O, más que rurales, de esas comunidades tan minúsculas que resultan las más expuestas a los problemas de la época. Al paro y a las burbujas económicas, pero también al odio y las envidias. A la mala reputación y los rencores familiares que se arrastran en el tiempo. Para James Agee, las víctimas eran los aparceros y los vagabundos de la cosecha fotografiados por Dorothea Lange; para Faulkner, las dinastías familiares corroídas por sus deudas y heridas interiores. Y si tirásemos un poco más adelante, ya en la época de los Offutt, Pancake, Crews o Brown, lo que percibiríamos es que el lugar se ha hecho a las personas, trazando una ligazón total que los convierte en una nación de marginados dentro de la geografía estadounidense. De malogrados.

Aunque irlandés, a Donal Ryan no le son ajenos esos asuntos. No se encuentra en Spoon River, pero conoce las formas de trasladar el relieve de un lugar y de sus personas sobre una narración polifónica; tampoco es pariente de los Bundren de Mientras agonizo, pero sabe cómo valerse del flujo de conciencia para sumergirnos en las cuitas de una comunidad marcada por los estragos de la crisis. De la vida dura y de los corazones cicatrizados. Como el de Bobby Mahon, el primero de los personajes con los que nos topamos. Demasiado bueno, demasiado honesto, atormentado por un padre moribundo cuya una lección vital ha sido ahogarle en el dolor y una realidad laboral que ha estallado cuando el patrón se ha evaporado sin pagar el jornal que debía. El motivo del corazón, a veces literal y a veces una figura evocada por sus criaturas, sirve a Ryan con el propósito de conducirnos por un recorrido más bien sentimental. Ese en el que los protagonistas examinan sus vidas a la luz, principalmente, de sus fracasos. Padres que han torcido demasiado el poco amor que podían dedicar a sus hijos; hijos que han aprendido la vida a base de golpes; jóvenes que se han abierto camino por lo bajo; adultos más preocupados por el calado de las habladurías que por el alcance de sus propias elecciones vitales; mujeres fracasadas, madres vulnerables o maltratadas por una cultura arcaica de dolor y devoción al hombre.

Uno avanza por las páginas de Corazón giratorio navegando entre voces, entre perspectivas que ponen en tela de juicio lo que creemos o que añaden nuevos matices a lo que acabamos de escuchar. Lo importante para Ryan es que ningún personaje parezca menor, como si todos respondiesen a la voz de un pueblo herido, machacado por unas expectativas que con los años solo han traído un derrumbe económico y, fundamentalmente, moral. Unos cuerpos prematuramente envejecidos y unos rencores tramados al calor de aquello que se codicia. Una mujer, un hijo, un hogar mejor, la seguridad en las cosas que hacemos… A Bobby Mahon siempre le envidian la devoción que le une a su mujer, el único salvavidas de una existencia de profunda amargura paterna; a Seanie Peines, en cambio, lo único que puede librarle de una vida sin nada que ofrecer es un hijo pequeño que, tal vez, le enseñe otra manera de ver las cosas. Otra forma de vivirlas. Sin ese vacío que atenaza su relato. Sin ese hastío que describen sus acciones.

Ryan nos coloca siempre después de que todo haya sucedido, cuando el padre de Mahon es un fantasma shakespereano que observa su muerte como un examen de conciencia por el legado de dolor que dejó en vida. O cuando el policía local ya ha atado todos los cabos para descubrir a los secuestradores de Dylan. Y no es esa una decisión que responda al género de la novela, una forma de desmarcarse de otros relatos que hacen del thriller el ropaje de su historia; no, creo que más bien es el método elegido por el autor para situarnos en un tiempo de la decepción, en ese momento en el que las nubes de tormenta no han abandonado el paisaje. Cuando la tristeza, o esa desesperación familiar que desprenden los personajes, se hace aún más manifiesta. Porque todo parece resuelto y, sin embargo, las cosas permanecen igual. Inalterables. Marcadas por una violencia silenciosa que traza los odios y los rencores entre los vecinos del pueblo. Las enemistades eternas y los amores no correspondidos. El pegamento que une las voces de sus protagonistas en una muestra de terrible ironía hacia un lugar que mira al futuro con resignación. Sin mucho espacio para la belleza, si acaso para la conmiseración que expresan personajes como Triona, pequeños rayos de sol en un cielo permanentemente gris.

En Corazón giratorio no es solo el que de nombre al título, oxidado y convertido en vulgar parodia de una familia devastada, el único corazón al que se acerca Donal Ryan. Todos sus personajes desnudan sus historias para legarnos esa pequeña porción de testimonio, de recuerdos y pensamientos, de secretos y vergüenzas que, más que nunca, son la argamasa con la que se forma una comunidad. El dolor, sinónimo de los tiempos terribles en los que seguimos viviendo, es la palanca con la que cada personaje echa a andar. La manera más rápida, mientras agonizan, de entrar dentro de esas personas en los márgenes de la sociedad.


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