Diario de los asesinos (La Felguera) Traducción de Raquel Duato | por Juan Jiménez García

Diario de los asesinos

Iba a decir que si algo nos quedaba por ver en este mundo era un diario escrito por asesinos. Pero no, eso no es novedad, creo. Por asesinos que reconocen ser acuchilladores y ladrones, ya es más extraño. Y lo bueno es que igual no lo eran, pero por qué tenemos que ser tan aburridos y faltos de un sentido poético de la vida. Lo eran, claro que lo eran. En todo caso no se tomaban la vida muy en serio. La suya, la de los otros. Igual es que el humor es un arma terrible, una vieja forma de delincuencia, un arma bien conocida y bien temida por el orden establecido. La Felguera, esa sociedad arqueológica de revolucionarios y revoltosos, nos trae pues este testimonio único y delirante, conocido como Diario de los asesinos, que se editó en Lyon allá por 1884. Tan único y delirante que durante toda su lectura pensé que no podía haber sido real y que todo era una invención contemporánea de una sociedad secreta, pero no, sí, sí, existió, está ahí. Quiero decir, allá.

¿Y qué podemos encontrar en los diez números que duró y que daban derecho a un carnet de profesional, a un certificado de asesino? Pues cosas que interesan al oficio. Ofertas de trabajo, oportunidades de negocio, vida y obra de ídolos locales, dramas para entretener a los aficionados al tema, muchas cosas, de todo, y muchas guillotinas. Porque por aquel entonces la guillotina era como algo muy presente, y si bien ahora estamos preocupados por cosas que suben y cosas que bajan, en aquel mundillo estaban más bien preocupados por las cosas que bajaban y más si es sobre la cabeza de uno. Pero como no se podía estar pendiente solo de la parte desagradable del oficio, siempre quedaban las obritas teatrales y la vida mundana, las variedades y la policía, para poner un poco de salsa a una vida, finales de siglo, final de mundo, en la que solo se podía ser decadente, y qué más maravillosamente decadente que el crimen.

La Felguera, además, intenta poner algo de orden en esas páginas repletas de apuñalamientos, por la espalda o de frente, a personas de su tiempo, y nos proporciona un divertido decálogo del quién es quién en los asesinos de su tiempo, convenientemente ilustrado con clase por Mario Rivière. Así podemos conocer quién fue Jean-Baptiste Troppmann que hizo tanto y tan bien (para su oficio, entiéndase) que necesita dos entregas, además de su propio papel de redactor jefe honorífico del Diario. O Arnold Walder, trabajador desagradecido y mal compañero, que mató a su jefe y su ayudante, para luego, encima, hurtarle a la gente mundana su diversión arrojándose al río para escapar a la guillotina. O Michel Campi, un habitual entre las páginas del periódico, que ocultó su verdadero nombre por respeto a la familia. Pero sin duda, aquellos ignorantes de las grandes figuras del fin de siglo francés, conocerán al menos a uno de ellos, si es que han tenido el buen gusto de ver Les enfants du Paradis, la película de Marcel Carné, en la que aparecía aquel asesino de finas maneras, flequillo ensortijado y extensa cultura. Nos referimos a Pierre-François Lacenaire, el poeta asesino, dicen. Cómo no, André Breton, que no se le escapaba una, lo incluyó en su Antología del humor negro, elevándolo a los altares del surrealismo, que, como cualquier religión, andaba falta de santos y dioses.

En fin. Diario de los asesinos es el testimonio histórico (queríamos decir, irónico) de una época en la que uno se podía reír de cosas de mal gusto (al menos en ambientes aterciopelados). Vamos sumando libros, vamos sumando apaches, calle de los maleficios, etcétera, y nos va saliendo el retrato de un París que no debía ser nada aburrido y en el que aún era posible soñar con una vida indecente.


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