Resulta tentador dejarse llevar por la etiqueta de genio que, como recuerda David Lipsky en Los años perdidos y los últimos días de David Foster Wallace, le fue concedida oficialmente en forma de premio MacArthur en 1997. Aún más si, en el caso de Wallace, la genialidad elevaba varios grados la presión intelectual con la que cargaba a sus espaldas. Esa misma que, en plena gira de presentación de La broma infinita, sobrevuela de tanto en tanto las conversaciones entre aquel y Lipsky. Y que, convenientemente, uno y otro emborronan para que esta no les impida llegar a lo importante. A la otra necesidad básica sobre la que pivota el texto: el reconocimiento, que no la fama, en la escritura. La cuestión de la identidad, creativa y cultural, que florece en cada parte de la larga charla. La obligación de descubrirse en cada respuesta, en cada intercambio de golpes con el entrevistador; en ocasiones, de manera extenuante, sin que Wallace detenga un segundo su maquinaria cerebral para dejarnos respirar. Con la misma tenacidad con la que se desarrolla un personaje, entre tachones y líneas maestras, hasta que adquiere el punto justo de solidez.
Probablemente, Pálido fuego sea el sello editorial que más se ha acercado al perfil de Wallace como escritor; no tanto por la publicación de una parte de su obra, sino por la edición de dos libros fundamentales como Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn, y el más reciente Aunque por supuesto acabas siendo tú mismo, de David Lipsky. Porque al encuentro de Wallace se acude (como él mismo señala a propósito del trabajo crítico de Pauline Kael), sobre todo, para quedarse con los detalles. Ya sea por su particular visión del segundo Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas, que comparte con Larry McCaffery; por ese orgasmo intelectual que le provocó la lectura de El globo, de Barthelme; o por las reservas, cuando no la severidad, con la que desmenuza los temas de John Updike. No en vano, en las palabras de Wallace uno encuentra al prescriptor literario de toda una generación editorial, pues resulta frecuente toparse con sus impresiones sobre William Gaddis, Vollmann o Steve Erickson, por poner tres ejemplos de autores que, prácticamente, a pesar de anteriores ediciones en los 90, nos han llegado en los últimos años.
Dada su extensión, Aunque por supuesto acabas siendo tú mismo mantiene un tenso equilibrio entre el reportaje largo a la americana (hay que buscar su origen en el encargo de Rolling Stone de cubrir el final de la gira de La broma infinita) y el estudio de la esquiva personalidad de Wallace. En este sentido, Lipsky, que apenas era unos años más joven, introduce pequeñas notas entre comentario y comentario para subrayar los mecanismos básicos de Wallace. Da igual que pretenda ser zalamero, enigmático, complejo, etc. Lo que importa, quizá, es hasta qué punto se acerca el periodista a ese punto justo de solidez en su retrato. De ahí, pues, que la extensa charla oscile entre lo biográfico (en donde siempre quedará espacio para tratar el tema de las adicciones, recaídas y debilidades de Wallace), lo literario y esa cultura popular que se infiltra en cada pensamiento. La televisión, la comida, el entorno universitario, las sesiones de baile en la iglesia del barrio.
Sin necesidad de subrayarlo a cada rato, Lipsky se las apaña para trasladar al lector el grado de intensidad al que se tiene que entregar para bregar con Wallace; tanto da si para hablar sobre Nabokov o sobre cualquier serie de televisión, sobre el cine de Michael Mann o sobre las virtudes de Broken Arrow (que ambos verán, al final de la gira, en un cine). Y, sin embargo, esa intensidad se traduce en una conversación casi transparente, que fluye torrencial porque no deja escapar ni siquiera el detalle más insignificante. Precisamente, porque toda ella está hecha como si de una constelación de detalles se tratase, empezando por esa primera panorámica a la casa de Wallace y culminando con el último vistazo a un lugar que ya no volverá a visitar. De ahí, pues, que pese a la amargura que sobrevuela en el temperamento de DFW, Lipsky siempre parezca escoger ese brillo especial que destaca en lo que afirma. La sensación de que Wallace tiene la rara capacidad de pensarse en cada cosa que dice. De buscarse y perderse, para volver a encontrarse a cada rato.
En una entrevista algo tensa con Didier Jacob en 2005, Wallace decía que lo que envidiaba de autores como Dostoievski o Camus era, más que su habilidad técnica o talento especial, su cualidad como seres humanos. Es tentador (otra tentación más al hablar sobre David Foster Wallace) poner en boca de Lipsky esa misma declaración. El aspecto humano por encima de aquel otro sobre el que no restaba mucha discusión (Wallace como mejor escritor de su generación). Y, sin embargo, es difícil no resaltarlo tras acabar, entre canciones de R.E.M., cigarrillos y comida barata, el periplo por Estados Unidos junto a Wallace. Quizá porque, en el fondo, el libro cumple con el objetivo de su título, que el propio entrevistado señala al principio de la conversación: acabas siendo tú mismo. Pese a todo.
[…]
Si no quieres perderte nada, puedes suscribirte a nuestra lista de correo. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.