Belladonna, de Daša Drndić (Automática) Traducción de Juan Cristóbal Díaz | por Juan Jiménez García

Daša Drndić | Belladonna

Al principio, pero realmente en el medio, más hacia el final, había dos fragmentos que se encontraban con mi lectura de Belladonna, con todo lo que había sido hasta ese momento y, ahora sé, también lo sería hasta el final. Uno de ellos: ¿No fue Plinio quien escribió que nada en nosotros es tan frágil como la memoria, esa dudosa capacidad que conforma al hombre y lo desbarata? El otro: Ahora que se enfrenta a su propio cuerpo en un duelo del que, ay, es consciente de que no saldrá victorioso, no le queda más remedio que rebuscar en la vida de los demás para alejarse de la suya. Aquel que se enfrenta con su propio cuerpo es Andreas Ban. También es aquel que se enfrenta con la memoria, esa materia fragmentaria de la que estamos hechos, esa materia que se disuelve en las aguas del olvido, que necesita ser cuidada, eternamente amenazada en su carácter colectivo, creadora de melancolía en su carácter individual. De melancolía, de espacios vacíos. Como la belladonna y sus frutos, la memoria produce alucinaciones y nos puede llevar a la muerte. Moverse entre el espacio que separa la devastación y la vergüenza, la muerte y el asco, de aquel otro en el que no solo se olvida, sino que hasta se reivindica todo aquello, como si nada hubiera existido, como un montón de fantasías. Daša Drndić escribía desde ese presente hace más de una década, y hoy, tras su muerte, sus novelas siguen instaladas en el presente y en una melancolía por el futuro. Escribía sobre Croacia y ahora esa Croacia es todos los lugares. 

Andreas Ban fue psicólogo, profesor, escritor. Fue yugoslavo y, cuando ya no había Yugoslavia, croata para los serbios y serbio para los croatas. El lenguaje (ya lo señalaba la escritora en Leica Format) nos delata, nos condena, se desbarranca entre odios. Jubilado, intentando sobrevivir (porque decir vivir sería excesivo) ve como su cuerpo va desmoronándose, enfrentándose a él. Un cáncer de pecho (tan raro en los hombres) es solo una de esas tantas pérdidas que le acechan. Mientras atiende las señales de ese cuerpo que se despide, busca en el pasado (o el pasado busca en él, lo alcanza, invade una región tras otra, instala en él la incerteza, la provisionalidad). Ese pasado es un pasado que revive en el presente. Es un pasado terrible que, sin embargo, vuelve, aceptado o, lo que es aún peor, celebrado. El nazismo, los crímenes del nazismo, pero también su reflejo croata, a través de la Ustacha, una organización (como hubo otras) de carácter ultranacionalista y que no dudó no solo en celebrar sino colaborar activamente con aquellos nazis. ¿Y ahora? Ahora, años después, guerras balcánicas después, vuelven, como un agradable recuerdo. Se olvida su colaboración en el holocausto judío, se olvidan crímenes. Cosas de chicos malos, pero de buen corazón. El régimen fascista de Ante Pavelić puede ya tener calles y avenidas y levantarse estatuas. Los muertos (los otros muertos), muertos están. El horror es que todo esto no es desconocido. No son historias croatas sino la historia universal de la infamia. Esos ecos del pasado son el ruido del presente. El ruido ensordecedor, hasta la locura. Los gritos, ahogados. No hay silencio, sino que ese discurso enraizado en el odio habla. Habla sin cesar. Está en todos los lados. Incluso las víctimas de otro tiempo se convierten en verdugos en este. Siempre habrá un enemigo, un contrario. 

Daša Drndić, con esa escritura brutal en su precisión, con esa fina ironía empapada hasta los huesos de tristeza, con su afición al collage, a la reunión de fragmentos dispersos que alcanzan la totalidad, vuelve a entregarnos, como ya hizo en Trieste y en Leica Format, su visión de un mundo que olvida. O peor: que devuelve lo que sucedió transformado por los intereses del ahora. Es ingenuo pensar que algo desapareció. Durante las guerras balcánicas, lograron vendernos un esquema de buenos y malos, que la propia escritora desmonta una y otra vez, todos esos relatos aprendidos. Ese sutil desplazamiento del eje que nos hace mirar hacia otro lado, cuando es una cuestión de víctimas y verdugos, de perdedores, que no conoce de naciones ni fronteras ni religiones. Tras esto, solo había que instalarse cómodamente en el odio al otro, ese motor que mueve los mecanismos de nuestro tiempo, esa máquina de triturar personas y conciencias, de dejarnos asustados y solos, terriblemente solos. Como las enfermedades que devoran a Andreas Ban, nuestro mundo está siendo carcomido por males que no por menos evidentes son evitables. Señales de deriva que se convierten en certezas. ¿Y en qué lugar quedamos nosotros? Frente a esa imposibilidad de escapar, ¿qué hacer? La planta de la belladonna sigue creciendo, está ahí, al alcance de nuestra mano. Nos promete el delirio, el asombro de un viaje final, y luego nada. Pero ¿eso es todo? ¿Perder? ¿Definitivamente perder? No. Frente a todo esto, Daša Drndić escribía.


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