La buhardilla, de Danilo Kiš (Acantilado) Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek | por Óscar Brox

Danilo Kiš | La buhardilla

En una de las entrevistas que figuran en Homo poeticus, Danilo Kiš pone en entredicho la moral bohemia de los escritores de su generación al reflejar el carácter provinciano de cada pequeño rincón de la antigua Yugoslavia que explotaba nada más pisar el suelo de Belgrado; de una Belgrado aplastada por el titismo, en las que pocas aspiraciones intelectuales podían escapar al yugo ideológico que transpiraba la intelligentsia oficial. En este sentido, la de Kiš fue una obra literaria marcada por unos cuantos condicionantes, empezando por la agitada vida en un territorio en Guerra. Así como también por su ascendencia judía en una zona en el límite de Hungría, entre persecuciones, deportaciones y exterminios. O por sus tiranteces con una literatura nacional que lo difamó y desacreditó. O, en definitiva, por su condición de exiliado en un París, años 80, en el que el serbio era ya el idioma que, con un poco de nostalgia, escuchaba al pegar la oreja al rellano de su piso.

De toda esa mezcolanza de situaciones, Kiš vertebrará una obra que es al mismo tiempo recorrido biográfico -pienso en Circo familiar y en las historias que comprenden Laúd y cicatrices– y ejercicio de estilo. O, mejor dicho, de potencia, renovando a través de la escritura la materia literaria. La buhardilla es la clase de primera obra que uno podría imaginar de la misma estirpe que Lirio y serpiente, de Nikos Kazantzakis, donde el fulgor de la juventud -aunque, desde luego, Kiš no era tan joven como el escritor griego- avasalla la profundidad de las letras. Y, sin embargo, no es del todo cierto. Aquí el autor serbio nos sumerge en un mundo invadido por la transfiguración, en el Belgrado de su juventud, patético y rigurosamente vigilado, reconvertido en una fantasía órfica. En los retazos de una singular vida de aventuras que parecen escritos a la luz de las velas de una buhardilla.

Aquí Orfeo, más que perseguir el rastro de su Eurídice, se dedica a fabular con ese mundo que escapa a los límites de su rellano. Aquí La Bahía de los delfines, allá la Isla de los peces; aquí las canciones intraducibles de una cultura extranjera, allá el dulce sentimiento de extranjería en un lugar en el que la poesía parece ser la única carta de identidad. De la vida que, finalmente, se abre camino. Más allá del escenario de pesadilla cotidiana, de las cuitas con el macho cabrío sabio, los besos con cualquier prostituta callejera o el aire viciado de una comunidad estancada, como muñecos autómatas, en un lugar del que nadie sabe cómo salir. Eurídice se desvanece, vive en los recuerdos, en los versos y en las cartas, en la sensación de que la buhardilla no es más que un espacio mental en el que su protagonista ha quedado atrapado.

En la buhardilla de Kiš suena el laúd rasgado por el viento, los vapores del alcohol y el tabaco y la paja que oculta el lugar en el que antes hubo una cama. Quizá, también, una intimidad que ahora su autor solo puede inventar, intentar añorar, como todo aquello que nos precede antes de que la madurez, la vida adulta, haga su trabajo ayudándonos a olvidarlo. Los nombres de los vecinos de la comunidad, el inventario de dolores y tristezas que comparte en forma de confidencias con Igor, o esa improbable taberna en la que servir todos los venenos preferidos del alma.

La escritura de Kiš siempre busca la verdad, la belleza y la posibilidad de construir una realidad. En La buhardilla confluyen todas esas búsquedas con la urgencia de un primer comienzo, exhibiendo en cada párrafo los condicionantes del carácter de su autor. El músculo para alcanzar la fantasía tan solo convocándola, su ironía a la hora de denunciar una realidad destartalada y la serenidad con la que se deja invadir por la literatura para atisbar todo ese mundo que parece inaccesible desde su posición. En un panorama literario en el que parece que se escribe más cómodamente a la contra, Danilo Kiš se vale de las formas de la escritura satírica para rozar con la punta de sus dedos ese otro mundo más allá de las calles grises de Belgrado. Ese que será carne de relatos, de controversias intelectuales y de textos en los que la verdad se desnuda en una lección de anatomía. De ahí que uno lea en La buhardilla el ansia de su autor por trascender un escenario familiar, por traspasarlo e imaginarlo, haciendo uso de sus constantes y características para descubrirnos todos esos símbolos que lo habitan. Ese fulgor especial que la literatura necesita avivar.


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