A Moscú sin Kaláshnikov, Daniel Utrilla (Libros del K.O.) | por Juan Jiménez García

Libros

Escribir una autobiografía a los treinta y algo años puede ser considerado como una osadía. No es que uno no tenga nada que contar, es que quizás no existe la distancia necesaria. Tal vez. Tal vez la distancia no siempre sea una cuestión temporal, sino también espacial, y escribir desde Moscú nos sirva. También, simplemente, puede ser cuestión de pensar en nuestro tiempo como algo heroico y convertir en una odisea bailar pegados o caminar sobre el hielo. En realidad escribir una autobiografía a los treinta y algo años es cuestión de ánimo, y Daniel Utrilla, corresponsal durante muchos años de El Mundo en aquellos frío lugares, debió pensarlo igual. Y se puso a ello. Así, A Moscú sin Kaláshnikov, en cuidada edición de Libros del K.O., se convierte en eso, un libro sobre un muchacho madridista (esto es importante), contagiado de una cierta rusofilia, empeñado en ir a parar a Rusia (porque el muro había caído, la Unión Soviética había caído, el comunismo había caído y estaba todo por los suelos, incluso Yeltsin, las más de las veces… chiste fácil).

Daniel (después de haber leído más de quinientas páginas compartiendo sus aventuras, nos sentimos capaces de una cierta familiaridad) logra pisar su tierra prometida allá por el año 2000, cubriendo la campaña electoral que llevará a Putin, por primera vez, a la presidencia. Poco después regresará como corresponsal de El mundo, como decíamos, y ahí se quedará, incluso tras renunciar a su puesto, unos cuantos miles de crónicas más tarde. Así pues, su visión de esa Rusia (y repúblicas limítrofes) en estos tiempos putinianos es de primera mano, pero lejos de usarla para trazar una especie de historia reciente de la Rusia moderna, las páginas de su libro entrelazarán recuerdos del pasado. De sus padres, de su madridismo, de su rusofilia, de los nuevos personajes que encarnan el alma rusa (tipos raros), de sus amores por las rusas, del aprendizaje del oficio, del aprendizaje de la escritura, de las calles, usos y costumbres moscovitas,… En fin, de todo, punteado por una cantidad tal de juegos de palabras que seguramente Gómez de la Serna (un referente intuimos) no fue capaz de igualar ni en la totalidad de sus obras completas (el milagro de llevar un papel para tomar notas en los bolsillos).

Podemos leer muchos libros de rusos que escriben sobre Rusia. También muchos de extranjeros que pasaban por Rusia (por ejemplo, García Márquez, ampliamente citado). De ellos también da cuenta el autor. Pero lo que seguramente es mucho más extraño es leer un libro escrito por alguien que no estaba de paso y que, de hecho, si en algún lugar parecía estar de paso es en el Madrid de su nacimiento. Por seguir con su juego de personas demediadas, a la manera de aquel vizconde de Italo Calvino, por el que los rusos tenían una parte soviética y otra postsoviética, Daniel Utrilla tendría una parte allá en la España (aquí), una parte de la que le queda fundamentalmente un desmesurado gusto por lo merengue, y otra aquí en Moscú (allá), en la que le queda prácticamente todo el resto. Así, sus páginas se convierten en una especie de canto de amor a la madre patria (Rusia), a través de todo lo que esta contiene, sean mujeres, cúpulas con forma de cebolla, Gagarin, la finca donde pasaba sus días Tolstoi, su climatología o sus calles, mientras los recuerdos familiares o de amistad, el oficio de escribir para un periódico (oficio tan desaparecido seguramente como la Unión Soviética, convertido en otra cosa por la urgencia de la red) o los encuentros casuales van tejiendo la red de una vida, sí, no demasiado extensa, pero llena da páginas y páginas de historia e historias.


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