Transatlántico, de Colum McCann (Seix Barral) Traducción de Marta Alcaraz | por Óscar Brox
El tiempo que fue sigue latiendo dentro del tiempo que es. La Historia se ha acostumbrado a ceder el peso de los pequeños detalles a la ficción, a que sea esta última la que se encargue de reconstruir el aire de ese tiempo, ese lo que fue que aún palpita en el interior de lo que es. Si la Historia versa sobre aquello que ha tenido lugar, la ficción reflexiona sobre la energía que ha sido necesaria para que suceda; el factor humano. Con Transatlántico, que publica Seix Barral, el irlandés Colum McCann ha escrito una novela de zancada larga, el relato del destino de una saga familiar atravesada por algunos de los acontecimientos más importantes de los dos siglos anteriores; una obra de estructura ambiciosa que, pese a ello, tiene un objetivo tan modesto como sincero: enseñarnos no solo que el mundo nunca termina con nosotros, también mostrarnos ese torrente de vidas que, en el curso del tiempo, lo han dado todo para que pudiese continuar.
A principios del siglo pasado volar era, de entre todos los anhelos del hombre, el único sueño que la técnica podía conseguir. Antes de que la aviación se pusiese al servicio de la guerra, como diría Saint-Exupéry, hubo tiempo para narrar la conquista del aire. No por casualidad, McCann escoge el primer vuelo sin escalas de una punta del Atlántico a la otra como inicio de su novela. Allá, entre el cielo y las nubes, entre el océano y las tormentas, Alcock y Brown viven esa sensación tan majestuosa que posee quien une, por vez primera, dos puntos en la distancia; quien traza una primera ruta, quien da nombre a cada palmo de un espacio hasta la fecha indómito, quien tiene la oportunidad de crear un relato. McCann vuelca toda su capacidad literaria en la recreación de aquel vuelo, como si en ese movimiento de tiralíneas, entre el sueño y la realidad, llevase consigo la promesa de esa emoción tan frágil y tierna con la que definirá a sus personajes. Ese impulso vital.
Transatlántico narra un retrato genealógico marcado a partes iguales por las tinieblas de las décadas más oscuras de la Historia -desde la hambruna hasta la esclavitud o el proceso de paz en Irlanda del Norte- y la luz que, como una promesa siempre renovada, emerge de aquellas. Por eso la novela de McCann se construye a través de impulsos, desde esa primera zancada que conduce a un biplano a través del Atlántico hasta el viaje que una muchacha tenaz lleva a cabo desde Irlanda hasta Estados Unidos en busca del sentimiento de humanidad que un antiguo esclavo le ha contagiado durante su visita al país. En una época de mezquindad y carestía, en la que las distancias morales eran más amplias que las que separaban a Terranova de Irlanda -que McCann refleja en el brutal episodio dedicado a la vida en los años de la hambruna de la patata-, hace falta una linterna para iluminar ese camino repleto de titubeos y miedos a través del cual la vida comienza a expandirse.
Mientras los dos aviadores culminan el vuelo que unirá las dos orillas del mundo, una carta con destino a Irlanda descansa en el bolsillo de uno de ellos. Aunque nunca alcanzará su objetivo, la carta es la prueba de esa entereza humana con la que McCann construye la Historia del mundo. Mientras los dos hombres arriban a Cork al final de su viaje, aquella muchacha que abandonó su hogar para construir otro con las palabras de aliento del antiesclavista Frederick Douglass se establece en Terranova con su hija. Frente a los cuerpos exhaustos, al borde de la hambruna, escampados sobre los caminos del viejo mundo, ese otro nuevo mundo que se abre paso con la perseverancia. O cómo, nos dice McCann, sea cual sea la naturaleza del impulso, este solo puede llevarse a cabo desde el coraje.
En Transatlántico cuatro generaciones de mujeres protagonizan esa otra Historia que sucede mientras tiene lugar aquella que figura en los libros; mientras Alcock y Brown vuelan a través del Atlántico; mientras Frederick Douglass traslada la visión de América tras la abolición de la esclavitud al corazón de la vieja Europa; y mientras George Mitchell ejerce como mediador en las conversaciones para pacificar la convulsa situación política de Irlanda. Tras cada impulso, que la Historia registrará como determinante, McCann nos cuenta la historia de otro pequeño impulso que ha hecho avanzar a una pequeña historia; la de una familia que vive, generación tras generación, el impacto de la vida, el tiempo y las pérdidas con ese deseo que no por no figurar en las enciclopedias deja de ser menos importante: enseñarnos cuán vital resulta conservar la historia propia, eso que hemos sido, mientras unos y otros construimos lo que ahora somos.
McCann describe enternecedoramente este relato bajo la historia de esa carta que nunca se entregó, cuya presencia pasa, como una zancada en el tiempo, de una generación a la siguiente. Una carta sin misterio, con agradecimiento, pues su destinataria supuso para la autora lo que la tecnología para el vuelo transoceánico: el impulso definitivo para crear, con sus propias palabras, su Historia, esa que nadie más había hecho hasta el momento. Por eso, un libro como este hay que leerlo desde el coraje, no desde la nostalgia. Porque en efecto nos dice que el mundo nunca termina con nosotros, como nunca acabó tras la muerte de los Douglass, Alcock y Brown, tras sus progresos humanos y sus hazañas. Sin embargo, como en esas narraciones que comparten importancia con ellas, McCann comparte con nosotros el único secreto de la novela: que el mundo existe para continuarlo, con un nuevo impulso y una nueva energía, como el testigo que pasa de una mano a otra, y hay que honrar a quienes, incluso en su visión más modesta, hicieron todo lo posible para llevar a cabo ese paso. Tan hondo y rematadamente humano como el primer vuelo transatlántico.