El nacer del día, de Colette (Pre-Textos) Traducción de Julia Escobar | por Juan Jiménez García

Colette | El nacer del día

Unos días después… De la lectura sigue quedando algo que no sé si soy capaz de definir. Algo que no tiene que ver con aquello que cuenta, sino con la forma en que lo hace. Como haber contemplado una compleja pieza de orfebrería, construida palabra a palabra, cientos, miles de palabras reunidas con atención, construyendo una obra, pero también lo que en radio sería un paisaje sonoro y aquí es un paisaje, sin más, pero el término es insuficiente y ese sería el primer motivo del libro, de la escritura de Colette: las palabras no son insuficientes. Son las justas. Como ellas mismas y como conjunto. Un trabajo minucioso que escapa a construcciones forzadas para atravesar una fluidez de la historia, un colorido, cercano a la musicalidad. Si Louis Ferdinand Céline buscaba una musiquilla en su escritura, la escritora francesa podría decirlo del mismo modo. Me pregunto por el esfuerzo que ello implica. El escritor francés hablaba de millones de páginas para alcanzar una, hiperbólico. En la escritora francesa, da la sensación de que todo estaba, de forma imposible, así. Nada hay forzado en una escritura que, si nos detenemos en su curso, en su libre discurrir (es difícil hacerlo), nos damos cuenta de que alcanza el naturalismo a través de la precisión. Las primeras páginas, las primeras muchas páginas de El nacer del día, son eso, una acumulación de capas, de sustratos, que buscan entrelazar sentimientos, naturaleza, emociones, pensamientos, prescindiendo en lo posible de la acción. Nada se mueve, excepto el mundo.  

A Colette no le preocupa la historia, una historia que, por otro lado, podría ser un sencillo relato de relaciones y decepciones amorosas, entrelazado con el recuerdo de su madre. La historia es el relato de un fragmento veraniego de su propia vida, y los personajes que pueblan su novela son los personajes que poblaron ese verano o sus pensamientos. Escribir sobre uno mismo ahora podría ser hasta lo evidente (en el punto de que, en algún libro, su autor indica que no trata de él), pero no en los tiempos de Colette. Ese ponerse en primera persona, exponerse incluso. Igual que construye ese mundo que le rodea, se construye a sí misma. Misma minuciosidad, a través de los diálogos. El nacer del día es un libro que está escrito hacia al interior, que se recoge sobre sí mismo. Una frase: Los ojos verdes de la joven se fueron oscureciendo en la penumbra. Ir hacia el día desde la claridad del día. Nombrar las cosas, darles un volumen, una profundidad, por el simple hecho de tener ese nombre. Nada es igual. En un mundo donde el lenguaje se simplifica, se reduce el número de palabras que usamos, se prescinde o se uniforma, la escritura de Colette va al contrario. Podríamos temer el barroquismo, pero encontramos la poesía que fluye. Ya en su introducción lo señala la traductora, Julia Escobar. Ese uso de palabras raramente usadas. Hemos olvidado nombrar a las cosas, pero no ella, no la escritora francesa. En ese discurrir del tiempo, en esos días veraniegos, en esas aventuras y desventuras amorosas, todo podría haber sido perdonado, también las renuncias. Pero no, ella escribe con la profundidad que no necesita una historia, sino la construcción del mundo que nos rodea, habitar la naturaleza o las cosas, percibir sonidos, vientos, luz, oscuridad, olores, gustos. Una escritura que ama ser escrita, que convierte la lectura en una experiencia de los sentidos, mientras nos precipitamos a través de lo que pudo ser y no fue, de un mundo lejano, de la madre o los gestos. Las palabras son importantes, gritaba Nanni Moretti. Tanto.


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