Por mal camino, de Chris Womersley (Es pop) | por Óscar Brox
El fatalismo forma parte del código genético de la literatura negra; es ese veneno para el que no se conoce antídoto y el último escollo contra el que choca cualquier posibilidad de ser libre. Lo que tiene que salir mal, sale mal. Chris Womersley entiende el noir como una especie de impasse: como el relámpago antes de la tormenta o como ese momento en blanco tras el puñetazo que te deja grogui. Puedes correr, puedes pelear por conservar tu vida, pero nunca consigues esconderte de tu destino. Por mal camino, la novela que publica Es Pop, cumple las líneas maestras de esa comparación: encerrados entre los límites geográficos de un paisaje desolador de Australia, tres hombres agotan su tiempo y sus fuerzas conscientes de lo poco que les queda para ajustar cuentas con su destino.
Lee y Wild, los personajes centrales del relato, son dos perdedores abocados a la delincuencia de poca monta y la inevitable marginalidad. Han destrozado a conciencia sus vidas y ahora solo pueden aspirar al sueño de los paraísos artificiales, sean estos los de la morfina o los que produce un eventual pelotazo económico. Poco más. El resto es sobrevivir en un entorno que los asfixia con la suavidad de una muerte lenta. Womersley traslada a cada palabra la precisión y la poesía, el ambiente sucio y destartalado y ese sentimiento de compasión que no puede dejar de guardar hacia lo más execrable de la sociedad. En el fondo, nos dice, hay algo tan genuinamente humano en esa huida desesperada y fallida, que resulta imposible no apiadarse de este par de desgraciados. Por eso se entrega a una narración apasionada de cada episodio de su vida mientras los dos protagonistas tratan de culminar el último viaje.
A Lee le han disparado una bala en el estómago, en esa parte del abdomen en la que se concentran la mayoría de órganos vitales. Wild, simplemente, sigue la inercia de la droga y el recorrido que aquella traza por las venas de su brazo. Son hombres marcados, con un maletín con poco dinero y esa urgencia que nubla cualquier respuesta lógica. Lee se desangra y Wild piensa que su mejor alternativa es llevarle hasta un médico rural que ataño fue su único amigo. Wild se consume y Lee siente algo insólito, un cariño que borra parcialmente su manual de supervivencia, su facilidad para descerrajarle una bala y eliminar su rastro en mitad del desierto australiano. En otras circunstancias, tal vez, serían amigos. En esta son los eslabones finales de la misma cadena, el vínculo débil que todavía les une a un mundo que los detesta.
En Por mal camino siempre queda un mal sabor de boca, la impresión de que uno se hunde en las arenas movedizas y es verdaderamente desagradable contemplar cómo resiste, tonta y humanamente, hasta perder el aliento. Frente a la caza al hombre que desencadena la escapada de Lee con el maletín, la sombra del sicario que lo persigue. Josef, otro animal herido, casi derrotado, sin convicciones ni moral; una criatura que reacciona por puro instinto de supervivencia. Cómo se crece Womersley cada vez que revisa el pasado de sus personajes, todo ese dolor condensado en huellas tan imborrables como las del tatuaje de Josef, toda esa violencia que ha acabado con cualquier cosa. Qué terrible el pasaje en el que el sicario, vagamente enamorado de la vieja prostituta a la que conoce desde hace años, no puede faltar a su metodología y la asesina.
Sí, el fatalismo ahoga con la misma precisión que una soga atada alrededor del cuello. Precipita pequeños raptos de violencia y capítulos de un patetismo rayano en la ternura: he ahí esa imagen de Wild robando suministros de morfina que le provean de aquello que la realidad ha olvidado: otra realidad. En Por mal camino, el fatalismo describe un paisaje verdaderamente crudo, tan helado como la nevada que encierra en un viejo caserón a sus personajes. Alguien puede pensar que pelear contra el destino es un absurdo, sobre todo si tu botín ni siquiera da para empezar algo. Solo te garantiza la seguridad durante unos pocos meses. Lo hermoso de esta novela es el tremendo empeño con el que describe ese imposible, ese deseo enloquecido por no morir y cómo, a pesar de ello, sus fuerzas se apagan a toda velocidad; como un campeón al borde del KO, un plusmarquista desfondado a pocos metros de la meta o un coche sin gasolina en mitad de la nada. Lee, Wild y Josef ilustran ese momento de estar a punto de lograrlo para terminar hundiéndose con todavía más violencia.
Quien se acerque a Por mal camino nunca olvidará la angustia de sus últimas páginas, esa imagen prestada del puro absurdo en la que un delincuente moribundo trata de escapar del infierno a lomos de una yegua exhausta. No lo conseguirá, porque en la serie negra nadie consigue lo que se propone, salvo aplazar unas cuantas páginas más su estertor definitivo. El mérito de Womersley consiste en saber aplacar la violencia inmisericorde del panorama con una compasión humana pocas veces tan delicada. Esa que recuerda a los hombres que fueron y que nunca llegaron a ser; la misma que nos habla del miedo, de la pasta que estamos hechos y de cómo, aun aterrados, nos agarramos al débil sueño de que, esta vez sí, saldremos adelante. Y eso mismo sucede cuando la novela alcanza su final: que soñamos, quién sabe, para no volver a despertarnos en el mundo que hemos pisado durante las anteriores hojas. Ese en el que nunca puedes esconderte.