Los que no perdonan, de Charlotte Cory (Nevsky) Traducción de James y Marian Womack | por Almudena Muñoz

Charlotte Cory | Los que no perdonan

Durante los días de mi lectura de Los que no perdonan, viendo The Witch (Robert Eggers, 2015), me percaté de que la inyección de un relato nuevo (o seminuevo, según la teoría de la originalidad que prefieran seguir) en un folklore de fechas y mitemas concretos siempre tiene que ejecutar algún sacrificio. Lo más común es que sea el fondo o la forma: bien los valores de los personajes, las motivaciones de la historia o la naturaleza del conflicto es esencialmente contemporáneo, aunque el lenguaje y las apariencias se hayan reproducido con gran escrúpulo; o bien las ensoñaciones sobre el pasado elaboran con este una especie de tablero de Pinterest fantasioso, tan bonito como irreal. O lanzamos por el acantilado ambas cosas y hacemos una novela de highlanders, que nada tienen de malo y que también procuran reescribirnos el folklore.

Lo que sucede en todas esas variantes es que el propósito principal, movido por un respeto casi lujurioso hacia otra época, consiste en querer añadir un elemento más. Una nueva heroína universal, un tropo hasta entonces nunca ejecutado, una versión jamás leída de los hechos firmados siempre por las mismas manos blancas, veteranas y masculinas. Eso, en definitiva, es folklore, pero es folklore nuestro. Los relatos que se encaminan hacia atrás, sin que parezca una película mal rebobinada, realizan ese sacrificio que comentaba al comienzo: saben que es imposible reproducir el pasado sin haber perdido algo en el sendero, en la centrifugación de la máquina del tiempo, y los mejores son aquellos que en sus propias reflexiones también incluyen el sacrificio. Como The Witch o como Los que no perdonan, que con ese epíteto de pastiche mucho parecía que debería perder de salto en salto entre siglos, géneros y formatos.

Curiosamente, Charlotte Cory parece haber planificado su carrera de tal modo que ese proceso luce toda su lógica, aunque al mismo tiempo pudiera tacharse de obsesiva y anárquica. Después de este debut literario, recibido calurosamente en el impredecible seno inglés, vinieron otro par de novelas y el lanzamiento de exposiciones de collages a caballo (o, para Cory, cualquier otro animal) entre el scrapbook de señorita victoriana, la taxidermia y una distopía steampunk ideada por el doctor Moreau. Los protagonistas intocables del folklore británico, como las hermanas Brontë y las figuras de Jane Eyre, se transformaban en sátiras o plano juego infantil bajo la tijera de Cory, que paso a paso consiguió instalar sus creaciones en los más exquisitos museos privados y hasta en las colecciones particulares de la reina. Esta aventura, en definitiva, se asemeja mucho a la lentitud con que repta una aportación moderna en unas coordenadas antiguas, antes de pasar por imprescindible para todo el mundo, como los enfoques de Alan Moore. Ahora que han pasado veinticinco años desde la primera publicación de Los que no perdonan, ¿sigue siendo Charlotte Cory imprescindible, el icono de lo neo-victoriano con lo que sueñan tantos escritores de misterios?

El empeño más acusado entre estos autores se percibe en hacer chapotear la pluma, ya de por sí negra, en el charco del fango más grimoso. Normalmente, quienes menos los han leído son quienes más ponen en boca de sus personajes a Dickens y a Wilkie Collins, aunque leer ficción no fuese nada de lo que presumir en aquellos tiempos. Un personaje de Franzen puede cuestionar la obra de McEwan, por ejemplo, sin que sea una competencia editorial ni una enumeración de guía de museo, pues se trata de un tic actual. Pero cuando el autor que se va al reinado de Victoria, Alberto y descendencia comienza a apuntar de vez en cuando los objetos dispersos por la habitación, allí un Dickens, acá una marca de bicicleta, no nos perdamos la sombra de Jack el Destripador, la escritura se va fosilizando como una de las estampas de Charlotte Cory. Es un principio darwiniano: al alimentarse de sí mismo, el mundo de la literatura victoriana engendra criaturas cada vez más abyectas y deformes, inaguantables a la vista, hijas para museos tapadas por uno de sus queridos terciopelos encarnados. Los que no perdonan, con su título de western, podría ser leído como un collage que sólo adquiere sentido al final, después de muchos pegotes de adhesivo. No por casualidad la niña con mayor protagonismo de la trama, Milla, se dedica a reunir recortes en un álbum antes de abandonarlo por furia, hastío y desencanto.

Su padre es el famoso Edward Glass, un arquitecto de costes mayúsculos, bufidos cínicos y un genio digno de ser descrito por Ruskin, aunque Cory, ya fuese por desinterés o por carencia de conocimientos artísticos más técnicos, apenas aporta información acerca del loco proyecto de Glass en el Gran Hotel de París londinense. De haberlo hecho, trasladando al edificio y a la estructura de la novela las neurosis que poseen absolutamente todos los personajes, desde el más infantil hasta el más viejo, habría nacido una casa de hojas à la eduardiana; pero, antes de desmontarlo todo, la autora quiere reunir las partes. A costa de ello, dos tercios del libro transcurren como una historia de misterio, rencores y cuerpos rotos, encarrilada en las vías de Daphne Du Maurier y Angela Carter y por la que seguirían Sarah Waters, Michel Faber y dos o tres nuevos nombres que surgen por año. Tanto al lector fanático del género como al visitante esporádico puede molestarles esa última parte que, de repente, se pone a reescribir a T. S. Eliot y a seguir el rastro de una rata por las ruinas del hotel, a modo de una metáfora que, en fin, guarda muchos parecidos con el animal elegido. Lo precipitado adquiere tintes de broma infinita, algo mucho más posmoderno. ¿Se puede confiar en los puntos de vista expuestos a lo largo del libro? ¿Qué sentido tiene ser meticuloso al recrear historias en el pasado, si sus supervivientes las recordarán entre brochazos cada vez más seniles y psicóticos?

En el fondo, Dickens no tenía tanto que ver con los arreglos de salita y las tristezas de los niños. Se forjó en el periodismo satírico y fue, hasta casi su último día de vida, un showman con un aparataje muy bien calculado. El tamiz de una época sobre otra pasada no sirve más que para fantasear con las chucherías que acumula un ama de casa histérica o una segunda esposa insatisfecha: son adornos decrépitos e inútiles que hacen felices a mujeres en jaulas que, en pocos años, podrían intercambiar por escritorios frente a ventanales abiertos, antes de percatarse de que el ventanal también tiene forma de puerta de jaula. Charlotte Cory hace uso de su libertad para disfrazarse de Dickens disfrazado de Dickens, regalando una novela para puritanos victorianos (esto es, con su morbo de intimidades que antiguamente debían omitirse) antes de revelarse como la inteligente showoman que es, capaz de dar, literalmente, Jane Eyre por liebre.

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