Devenir obra de arte, de Boris Groys (Caja negra editora) Traducción de Juan Nadalini | por Óscar Brox

Sam Wasson | Quinta Avenida, 5:00AMHace unos años recuerdo escuchar a la artista Grimes manifestar que su narrativa ya no le pertenecía. Su nombre era, por tanto, otro de esos objetos flotando en la Red. Al leer este texto de Boris Groys, me han venido a la mente aquellas palabras. En él, este crítico de arte nacido en Alemania reflexiona sobre unos cuantos conceptos afines a su obra: autoestetización, biopolítica, tecnología y cultura digital. El punto de partida de Groys arranca en la imagen del Narciso mitológico contemplando su rostro en el lago. ¿Un precedente de la cultura del selfie? Como mínimo, un gesto para dar cuenta del interés por la imagen que ofrecemos al mundo; esa imagen “que pertenece a los demás, a la sociedad en la que vivimos”. Por tanto, una imagen que, al producirse, nos incorpora a la sociedad; también, todo sea dicho, nos convierte en objetos. 

Para Groys, el ejemplo de Narciso no es solo atractivo como paradigma de una contemplación desinteresada, sino también por lo que implica al sacrificar su mundo interior en favor de su imagen pública. Lo que conduce al autor a proponer algo así como otro ethos en el que el deseo de reconocimiento -más allá de cuestiones de genealogías, orígenes o logros personales, fermento de cierta cultura feudal- conduce a una lucha por el reconocimiento. Y de ahí a una idea bastante interesante: descubrir, más allá de las interacciones, qué forma nos damos a nosotros mismos; algo que Groys explora a través de ejemplos ya conocidos de autores como Barthes o Kracauer, de esencialistas como Adolf Loos y, en general, de todo el arco de pensamiento que abarca el último tramo del siglo XIX y la primera mitad del XX. 

En el momento en el que se centra en la esfera del arte contemporáneo, ya emergen algunos conceptos clave: principalmente, la importancia del contexto y el marco. Cuando las imágenes toman posición. Lo que observa Groys es que ahora ya no es necesario contemplar la imagen de uno mismo en el lago, sino que basta con crear artificialmente ese marco valiéndose de los elementos de la realidad. La posibilidad de reproducirla en casi cualquier circunstancia expresa, por tanto, una estetización continua. Una autoestetización omnipresente. Y eso tiene otra conclusión aún más interesante: que se trata de un gesto bello y, al mismo tiempo democrático, pues enseña a quien lo contempla cómo reproducirlo en uno mismo. La cosa es que hablar de marcos significa abarcar muchas cuestiones, que oscilan entre las leyes que obedecemos, las políticas que jaleamos o los entornos que construimos, entre otros asuntos. Ante esto, Groys evoca aquella sociedad del espectáculo enunciada por Debord para preguntarse si es todavía posible un encuentro con lo real o si este, sea lo que sea, ha desaparecido bajo la superficie del diseño. 

La velocidad con la que se precipitan las capas de este ensayo pronto conecta todos estos pensamientos con el que, creo, es uno de los aspectos más interesantes de la filosofía de la segunda mitad del Siglo XX: la biopolítica y el cuidado de sí, tal y como los propuso Michel Foucault. Groys no solo está interesado en reevaluar la fortuna crítica y la trayectoria de ese concepto, sino que lo emparenta con ese otro, la inmortalidad, que ha trabajado en los textos del cosmismo ruso. Hablamos de tecnología, porque para Groys supone el reemplazo de la ontología. Y porque en un punto le parece que sus estrategias de cuidado están más próximas a la estetización y el proyecto museístico/archivístico: “mantener abierta  la posibilidad de regresar en el futuro a esa contemplación, y eso presupone que el objeto será cuidado y protegido para siempre”.

Sucede que arrastramos una especie de losa estética, en tanto que vivimos obligados por contraer una responsabilidad por el modo en que nos mostramos a los demás. Y muy pronto ese proceso se convierte en una tarea colectiva que, Internet mediante, produce casi sin freno y sin depender de nuestra voluntad extensiones de nuestros cuerpos que, dice Groys, constituirán los cadáveres públicos que nos sucederán en una época cada vez más desmaterializada. Al fin y al cabo, lo que señala todo esto es que, con el correr del tiempo, se ha perdido esa admiración o esa contemplación desinteresada con la que Narciso miró su imagen en el lago. Interesante, también, que la biopolítica pueda dar un salto de la finitud del tiempo biológico a la temporalidad trascendente de la obra de arte (¿acaso somos o seremos curadores de nuestra imagen, identidad o representación para la posteridad?). 

Para Groys hay un detalle relevante, cuando la cuestión de la pervivencia de la imagen pública pasa de ser asunto de la ontología a trabajo de la tecnología, y cómo en esa transición se pierde, también, la propiedad sobre la imagen de uno mismo. La pertenencia a un mundo se resquebraja. De ahí, pues, que en este ensayo floten numerosas preguntas y cuestiones abiertas que afectan por igual a las esferas del arte y de la vida, que exigen volver a definir la dimensión ontológica de nuestra experiencia cotidiana al tiempo que evaluar críticamente la producción artística de nuestra época, desde su contexto hasta su futuro devenir. Es este un examen de anatomía acelerada del Narciso contemporáneo, pero también de una época, o de un momento histórico, que nos exige indagar en nuestras prácticas artísticas para poder dar cuenta de nuestro porvenir cultural. 


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