Hacia la oscuridad, de Anna Bolavá (Báltica) Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús | por Juan Jiménez García

Anna Bolavá | Hacia la oscuridad

Hay tanta luz que apenas puedo distinguir algo del blanco de la pantalla. Esas nubes son aire. Hace tanto aire que mueve la pantalla de portátil. Qué absurda poesía puede haber en esto, abandonado el papel, abandonada la escritura, convertidas las manos en mecanismo trasmisor, en sucesión de impulsos. La luz corta en diagonal la torre de la iglesia (podría decir: la sombra corta en diagonal la torre de la iglesia, pero elijo la luz). Antes pensaba que todavía no habían vuelto las gaviotas reidoras, pero ahora oyes reír a una con pena, ahí en el tejado de enfrente. Una paloma camina con esos andares estúpidos que tienen por una de las cornisas. Pasados los días de lluvia, una lluvia triste y gris, insuficiente, esto es lo que ha quedado. Pienso en todo esto porque estos días estabas leía Hacia la oscuridad, un tratado sobre hierbas medicinales y un camino consentido hacia la consumición como persona. Cada planta tiene su tiempo, ese tiempo lleva hasta el instante de la recolección, la recolección da paso al secado, y tras el secado, que vuelve la planta quebradiza, su venta en la lonja, Así, la vida de la protagonista va cumpliendo su propio ciclo en el que, si bien todo no es tan preciso, que sucede, sucede al hilo de los días, de las tormentas, de la recogida, de los viajes en bicicleta, de las pequeñas tragedias, de los baños, de heridas, de los encuentros casuales, del recuerdo de la abuela, de la sospechada presencia de la única mano de aquel que fue su marido, de la muerte del odiado suegro, de sus dos primas, Miluška y Marcela, y sus problemas con el amor. Contar coronas, calcular pesos, llenar bolsas y bolsitas, arrastrar carros, arreglar pinchazos, perder la vida, como aire que se escapa de un neumático pinchado. Renunciar a la curación, abrazar el presente. Vivir la soledad intensamente, como algo elegido, buscado, defendido. La infancia es el lugar donde empieza todo. Luego seguimos, pero buena parte de lo que valía la pena se ha quedado ahí. Tardamos en darnos cuenta. Primero echamos en falta algo, luego otra cosa, luego algo más. Anna tiene aquel desván y yo tenía aquella cámara. En la de Anna se secan las flores medicinales, en la de mi abuelo se secaban las almendras. Anna piensa que debería dormir ahí arriba, porque es el lugar donde mejor se siente, y yo dormía ahí arriba, porque era mi sitio. Dónde se fue la luz de aquellos días… En el libro, nada parece ocurrir; sin embargo, todo sucede. El cuerpo se cae a pedazos, se desfragmenta. La herida en la mano derecha, el pelo desprendido, el color azul, como el azul de sus ojos, como el azul de sus lágrimas, que va invadiendo poco a poco el cuerpo, como un vaso llenándose de no se sabe qué líquido. Herida tras herida, se deja llevar por la recolección de las plantas. Todas tienen su momento, todas tienen su lugar. Para ella ya no queda nada, más que vivir intensamente de su aroma, disfrutar de su cuidado (que ella misma se niega), mientras recuerda, mientras sigue perdiendo. Tal vez sean solo coincidencias, pero hay un libro al que me lleva este, y también es de una joven escritora checa: Salvé a la muerte, de Lucie Faurelová, en el que la protagonista se mataba a ratos, como si la única solución posible en este mundo en el que no encontramos nuestro lugar, fuera hacernos desaparecer lentamente. Anna camina hacia la oscuridad, entre las tormentas y los días de sol. Los rayos destruyen tilos centenarios y bicicletas. La vida destruye personas. Vivir es la mayor causa de mortalidad. Recuerdo a otro checo, a Bohumil Hrabal, que decía que la vida era triste pero bella, y es que este libro es triste pero bello. Y también recuerdo cuando contaba, en un libro suyo, cuando estuvo a punto de morir, cuando de niño se cayó a una fuente, y entonces todo se iba volviendo más y más lento y le parecía estar sumergido en miel. Anna también se mueve entre la espesura de la miel, mientras teme a las avispas y las serpientes. Recuerdo aquel verano, aquí mismo, en el que me enfrente a un nido de avispas durante varios días. Recuerdo. Dentro de unos días seguiré recordando este libro. Dentro de unos meses, también. Seguramente en unos años, en algún momento, recordaré a Anna recogiendo gordolobo, ortigas o la reina de los prados. Persistencia de la luz, de la sombra. Lento descenso hacia la eternidad.


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