La sonrisa de la Gioconda, de Aldous Huxley (Navona) | por Óscar Brox

La sonrisa de la Gioconda | Aldous Huxley

No son pocas las glosas recogidas a lo largo de la historia a propósito de Aldous Huxley, de sus obras, sus viajes, su tiempo, sus amistades -con D.H. Lawrence o Christopher Isherwood, por ejemplo- o su acercamiento a la psicodelia. Ciertamente, la del escritor británico es una carrera retratada desde prácticamente todos sus ángulos. Por eso siempre cobra especial relieve cada recuperación literaria que se lleva a cabo, en particular aquellas que aparecen entre las pequeñas, por extensión, aportaciones de Huxley. De ahí, pues, uno de los puntos de interés que guarda La sonrisa de la Gioconda, cuento que rescata para la ocasión la editorial Navona, al poner al alcance del lector una síntesis, en forma y contenido, de las reflexiones de su autor.

La sonrisa de la Gioconda, que sería posteriormente adaptada tanto al teatro como al cine, se publicó en 1938, es decir, cuando Huxley había culminado dos de sus obras mayores: Un mundo feliz (1932) y Ciego en Gaza (1936). Su protagonista, el Sr. Hutton, es un caballero que ostenta una notable posición social pero que, quizá fruto de la vida fácil que otorga su condición, se halla atrapado en las voluptuosidades de su ánimo. Víctima del amargado matrimonio que mantiene con su esposa enferma, Hutton revolotea alrededor de otra mujer de idéntica posición, la Sra. Spence, mientras en secreto se abandona a los placeres mundanos con Doris, una muchacha de clase baja a la que tiene para colmar aquello que su mujer no puede proporcionarle. Tal y como lo refleja Huxley, Hutton ni siquiera es un pícaro, en su lugar parece un hombre atrapado entre sus deseos y sus emociones. Sin embargo, el relato avanza con su protagonista moviéndose entre diferentes espacios y mujeres, entre la satisfacción carnal de Doris, la satisfacción social de Janet Spence y el extraño afecto -o, más bien, obligación- que todavía siente por su mujer. En esas primeras páginas, Hutton podría parecer un crápula conquistador, pero uno siempre tiene la tentación de dejarse llevar por las reflexiones de su autor y entrever ese aire de amargura, de miedo y culpa moral, que sucede a cada movimiento de su personaje.

Hutton, en fin, es un pobre hombre, de esos que, cuando le vienen mal dadas, actúa de forma atropellada, sin evaluar suficientemente las consecuencias. Mientras la charada con Janet y Doris alcanza unos niveles difíciles de rebasar, con ambas mujeres entregadas a su galán, Hutton reflexiona sobre la comodidad de su vida actual y, por tanto, sobre su escaso interés por variarla. Lo que para muchos sería una contradicción entre deseos y realidades, para Hutton es un vodevil que le proporciona las dosis justas de actividad en una rutina lastrada por las necesidades de su mujer. Fantasías y aventuras reales que, sin embargo, expresan la erótica del poder y la volatilidad, el capricho, del ánimo. Nuestras acciones, huelga decirlo, nunca están exentas de una lectura moral, aquella que describe el alcance de sus consecuencias. Para Hutton, acostumbrado a moverse entre mujeres sin involucrarse completamente en sus deseos, la consecuencia será la muerte de su esposa, aparentemente, a causa de una indigestión que remató su salud frágil. Huxley, en cambio, nos dirá que esa reacción responde al complicado proceso mental que ha llevado a su héroe a picotear de un lado y otro, entre el riesgo y la seguridad, sembrando tempestades mientras se creía a cubierto.

Como pieza de reflexión, La sonrisa de la Gioconda supone un interesante acercamiento a ese terreno siempre difícil de los deseos y las emociones de la condición humana. A veces, nos dice, trabajamos demasiado nuestra imaginación, fabulamos lo bien que estaríamos de tal o cuál manera, lo fácil que sería eludir el peso de las responsabilidades, pero a la hora de la verdad advertimos lo rápido que nos hemos hipotecado al no saber valorar el alcance de nuestros deseos. Quizá Hutton no deseaba la muerte de su esposa, pero una vez encajan las piezas del relato observamos cómo cada paso que ha dado le conducía a ese fin. Su flirteo ha sido la causa, el elixir de amor que ha desencadenado ese final. Tanto peor, pues ni siquiera Hutton es el criminal, el villano del relato, solo el pusilánime al que se le cae el cielo encima cuando descubre que está controlado por aquello que creía bajo su control; cuando la moral sucumbe ante las voluptuosidades de su deseo.

Por la sonrisa de la Gioconda entendemos esa incapacidad para descifrar algo que no se expresa abiertamente: una media sonrisa, una media verdad. Muy hábilmente Huxley describe a la Sra. Spence con su sonrisa de Gioconda, mientras en paralelo es el propio Hutton quien realmente peca de ese vicio: alguien que prefiere picotear antes que abrazar completamente algo que desea, pues sería un problema añadido para su existencia tranquila. Retrato agudo de esa clase social de vida vacua y preocupaciones banales, La sonrisa de la Gioconda apunta uno de los grandes males de la condición humana: cuando no sabemos valorar aquello que tenemos, lo dejamos escapar al sumirnos, entre caprichos y ánimos volátiles, en una carrera hacia ninguna parte.


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