Los días de la nieve, de Alberto Conejero (Antígona) | por Juan Jiménez García
Podemos pensar que, en un cierto modo, Los días de la nieve está íntimamente conectada con el que seguramente es la obra más conocida de Alberto Conjero, La piedra oscura. Está la guerra civil, y eso ya es suficiente para establecer una conexión firme. Bueno, tal vez no sea una conexión de esta con aquella, sino una obra más en un conjunto atravesado por unas constantes. Obsesiones, diríamos. Cuando escribí sobre su recopilación de obras, pensaba en la muerte. En la muerte entendida como una enfermedad. Y aquí también podría pensarlo (y lo pienso). Si en La piedra oscura Federico García Lorca estaba en todos lados, como una presencia invisible pera casi dolorosamente física, en esta es Miguel Hernández. La muerte de ambos o la tragedia de ambos. Pero, como una idea sobrevenida ahora, al volver sobre el dramaturgo y esta última obra, pienso que sus personajes están todos afectados por esa enfermedad de la muerte pero tienen unas inmensas ganas de vivir. Desde aquel Clift que se aferrabla al resurgir de su carrera para evitar el acantilado que lo llamaba (y de qué manera) hasta esta Josefina Manresa, que sobrevive, que resiste, a esos tiempos oscuros, gélidos, que le toca atravesar, tras esa máquina de coser y con el poeta también en todos lados, excepto allí. Un fantasma más en una época llena de ellos.
Los días de la nieve es un monólogo. Con la argumento de un vestido azul, Josefina Manresa, aquella jovencita jovencísima que se casó con aquel poeta, periodista, llamado Miguel Hernández, en el peor de los tiempos posibles, va desgranando su relación, que acaba por ser lo mismo que su vida. Solo que su vida siguió y siguió y aquella relación acabó bien pronto, en un laborioso camino de cárceles y enfermedades. El poeta dejaba tras él poesía, un hijo muerto, otro vivo y esa mujer. Una poesía que debía ser defendida, custodiada a la espera de tiempos mejores, y una mujer tras esa máquina de coser, una Penélope de guerra civil, porque no espera ya a nadie. Aunque tal vez no espere a nadie porque ese alguien solo se fue físicamente y lo que ella cose son los recuerdos, la memoria, para que nade desaparezca del todo.
Josefina tiene diecisiete años cuando conoce a Miguel, en el verano de mil novecientos treinta y tres. Tras unos años de noviazgo, se casan en plena guerra civil por el juzgado y otra vez poco antes de que el muera, cuando ya está todo perdido. Su primer hijo muere sin cumplir un año y ese es un trauma más. Al segundo también le llamarán también Manuel, pero Miguel Hernández ya ha emprendido su último viaje de cárceles y muerte. Alberto Conejero desgranará esos nueves años a través de la memoria de Josefina, el único terreno en el que aún se encuentran los dos, entre la espera y la esperanza. Una memoria que sobrevive a la necesidad de olvidar. Para sobrevivir. Guardando lo único que les queda: las palabras. Unas palabras que forman también parte, y de qué manera, de Los días de la nieve. Hasta llegar a un final en los tiempos presentes (aunque ella muriera en mil novecientos ochenta y siete), estos en los que lo único que importa es un titular, cierto o no, y poco o nada la vida de los otros.