Conversación con Albert Cossery, de Michel Mitrani (Pepitas de calabaza) Traducción de Diego Luis Sanromán | por Juan Jiménez García

Libros

En un país que ha publicado la práctica totalidad de su obra en las últimas dos décadas, ¿sería acertado preguntarse por quién es Albert Cossery? La respuesta es fácil: ¡y tanto! Porque tan rápidamente como aparecieron desaparecieron, y, como suele ocurrir con la edición en este país, tan dada a las pruebas, pero tan poco amante de la persistencia, Cossery pasó a ser un ligero recuerdo, el sueño de una noche de verano.

Albert  Cossery es un personaje inolvidable. Nacido en 1913 en El Cairo, tras la segunda guerra mundial se instala definitivamente en París, para ser más exactos en una habitación del hotel La Louisiane en Saint-Germain-des-Prés, habitación que no abandonará hasta su muerte, sesenta años después. Siguiendo los pasos de su padre (que no trabajó en su vida), Cossery hizo lo propio (escribir libros, para él, no era trabajar, puesto que le gustaba… y aun así en todo ese tiempo escribió ocho libros), y, precisamente, sus libros son brillantes tratados de dos temas que le son propios: la pereza (entendida, como él mismo señala, de forma intelectual, no como cosa de idiotas) y el humor (algo inseparable del pueblo egipcio).

Michel Mitrani mantuvo una extensa conversación con Albert Cossery (publicada ahora por Pepitas de Calabaza, que ya publicó Mendigos y orgullosos y que seguirá con más obras de este hombre). En ella repasa su vida y su obra (que viene a ser la misma cosa), incluyendo fragmentos de sus libros, lo cual nos permite hacernos una nítida imagen de la misma (aun no habiendo leído nada… y deseándolo todo). Pese a que prácticamente todas sus novelas transcurren en Egipto, el escritor no frecuentó mucho su país tras su marcha. Escribía de memoria sobre unos ambientes y unos personajes que había conocido en su día, lo cual venía a demostrar que el mundo gira y gira, pero no acaba de avanzar mucho. Los pobres y la miseria siguen siendo los pobres y la miseria por los siglos de los siglos, con una persistencia admirable.

A través de estas conversaciones el mundo cosseriano se va dibujando como un lugar para la renuncia, convertida en valor supremo. Solo escapando a los designios que tiene guardados para nosotros la sociedad, podremos ser realmente libres, aunque esto no deje de implicar muchas veces la miseria más absoluta. Ahora bien, en esa nada, ¿qué podemos temer perder? Y si no tememos perder nada, ¿no somos invencibles?  Caminar con las manos en los bolsillos, dice, es preferible a sucumbir a los coches, a los electrodomésticos, a todo ese consumismo absurdo. Quien no ambiciona nada, no echa de menos ninguna cosa. El héroe de sus novelas siempre será alguien con sus mismas ambiciones: ninguna. O mejor: todas. Para Cossery, solo en la sencillez, es posible enfrentarse a la tiranía (una tiranía imposible de destruir).

Llegados a ese punto, la miseria, lejos de ser una desgracia, es algo deseable. ¿Y la revolución? No sería conveniente rebelarse contra todo esto. Bueno, se puede intentar, pero sus revolucionarios son tan indolentes (y tan igualmente pobres), que olvidan a menudo sus intenciones, preocupados por cualquier otra cosa. Después de todo, el poder siempre existirá, y frente a él solo queda hacer una cosa: reírnos, ridiculizarlo, como esos bufones a los que, permitido todo (por insignificantes), incluso la verdad está a su alcance. Convertido en algo risible, no vamos a decir que nos libraremos de él y de su perversidad, pero seguramente viviremos mejor. Aquí como en cualquier otra parte: “Quien ama la vida la encuentra magnífica en cualquier lugar”, señala. En cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Ese es el credo de Albert Cossery, y puestos a tener que creer en algo, creamos en él.


1 thought on “ Albert Cossery. La libertad de ser nada, por Juan Jiménez García ”

  1. El «dolce far niente» también me atrae, a menúdo. Y que esta sociedad está estúpidamente estresada está claro. Pero para que el mundo funcione, algo hay que entrar en el juego. Sólo unos cuantos pueden permitirse el «lujo» de «no hacer nada».

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