La meta está en Ítaca, de Álber Vázquez (Expediciones polares) | por Óscar Brox
Probablemente, Correr, de Jean Echenoz, es una de las aproximaciones más hermosas a la figura del corredor. Y no lo es tanto por su estrecha fidelidad a la biografía del checo Emil Zátopek, sino por su manera de transmitir el éxtasis de la carrera, el ímpetu de cada movimiento, de cada episodio histórico que Zátopek atravesaba en su frenética marcha en dirección a la meta. En este breve libro, publicado por Expediciones polares, Álber Vázquez nos dice que la meta está en Ítaca. En aquella que evocaran las palabras del poeta Kavafis, y en esta otra, la patria chica, que para el autor representa la San Sebastián-Behobia. Más que una carrera, más que una experiencia, prácticamente un tramo de vida. Un pedazo de carretera, montaña y tierra grabado a fuego en la memoria personal y, por qué no decirlo, en la memoria corporal. En cada repecho, en la pausa para reunir fuerzas, en el sprint. En, nunca mejor dicho, el correr de los años.
En La meta está en Ítaca confluyen varios géneros literarios, tantos como paradas lleva su autor en el itinerario de la carrera. Está el diario personal, todas esas notas al pie que reunimos para explicar y explicarnos de qué manera ha influido con el paso de los años una experiencia que ha adquirido una dimensión especial. Está el cuaderno de apuntes del runner, aquí rebautizado como pedestrista, que analiza el trazado de la Behobia con esa mezcla de nostalgia del que se sabe el trayecto de memoria y de información útil para sobrellevar las exigencias físicas de la carrera. E, incluso, está el comentario cultural, el peso de la tradición y las escapadas que dibuja Vázquez para encajar los fragmentos de su historia con aquellos elementos de la cultura popular que le vienen como anillo al dedo. Tanto da si se toma como recurso narrativo la maestría de Martin Scorsese para construir los diálogos en off en Uno de los nuestros o se recicla en anecdotario ciclista con la pugna entre Induráin y Romminger a comienzos de los 90.
Vázquez tiene como objetivo trasladar ese estado singular de ánimo que inspira correr, deporte de moda atravesado por múltiples entresijos, repleto de historias y de paisajes. De ímpetu, víscera y orgullo. Como cuando Zátopek llevaba a cabo una arrancada salvaje para ahorrarse vigilar sus espaldas. O hasta qué punto la carrera, el paisaje, los músculos regados de vida y pasión por alcanzar la meta, tiran de uno en el ascenso o en el descenso (aquí, el de Ategorrieta). Como una locomotora sin frenos que desafía los límites del físico. Que explora esa mentalidad tan particular, el juego de resortes emocionales que se acciona en mitad de la carrera para explotar el anhelo de conquista en el que nos apoyamos.
A diferencia de Hambre a borbotones, novela pulp desbordante cosida con pasión, exceso y referencias mil, La meta está en Ítaca es una obra más reposada. Cercana. Que toma como excusa la carrera para retener en la mirada ese paisaje único, inimitable, vivaz, que surca la San Sebastián-Behobia. Símbolo de un legado, de una tradición, de una competición integrada en el ritmo sanguíneo, en la respiración, de cada pedestrista. De ahí, pues, que el libro de Vázquez entrañe, también, una bonita reflexión sobre ese paisaje que, con el correr de los años, forma parte indisoluble de la vida. La Ítaca de Ulises y de Kavafis en versión donostiarra, camino largo, lleno de aventuras, que como decía el poeta griego llevas dentro de tu alma.
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