Un pájaro quemado vivo, de Agustín Gómez Arcos (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez García
Siempre escribiremos demasiado poco sobre Agustín Gómez Arcos. Quizás sea la tragedia común del exilio (pienso en Max Aub, por pensar así, a vuelapluma). Condenar a aquellos que se fueron a un exilio más duradero, más injustificado, desde el momento que somos libres de llegar a ellos. Queremos pensar que todo esto va cambiando. Gracias a editoriales como Cabaret Voltaire, esos libros lejanos (que sin embargo se escribieron desde lo más profundo de este país: lo que habíamos perdido) están ocupando su lugar. Qué duda cabe que la edición de la obra de Gómez Arcos va ganando poco a poco lectores. Lectores que ya no le abandonaremos, instalados incómodamente (porque su escritura revuelve, agita, golpea) en esos mundos disparatados pero ciertos, trágicos pero reales, cómicos pero tristemente presentes. Su exilio fue un exilio buscado. Como cuenta Antonio Duque Moros, compañero de huidas, en su prólogo, él se marchó por cansancio. Era el año 1966 y sus obras eran frecuentemente censuradas y eso ni tan siquiera era todo. Se marchó a Londres, donde era libre pero esclavo de otras cosas, y llegó, sin buscarlo, en el 68 a París. Y allí se quedó, finalmente tomado en consideración y con un éxito cierto. España se quedó allá físicamente, pero seguía allí, con él. Y finalmente podía construir su relato.
Un pájaro quemado vivo lo escribe en 1983 y unos años después hae la versión española (la que se publica ahora, en edición de Adoración Elvira Rodríguez). No sé si voy a ser algo atrevido si digo que yo le encuentro ecos de La escopeta nacional (o del Berlanga de algunos años) con la comparte una visión despiadada de aquellos para los que Franco no murió ni moriría nunca (y aquí siguen, décadas después, rejuvenecidos), entre la falsa y el esperpento. Solo que Agustín Gómez Arcos es mucho más terrible, con su habilidad para entretejer en ese disparate el sentido de la tragedia. Paula Pinzón Martín, su protagonista, podría ser una pariente lejana del marqués de Leguineche que encarnaba Luis Escobar, con la ventaja de haber sustituido a los molestos invitados por maniquíes.
La guerra ha terminado. Celestina Martín es una belleza local y se ha casado con el brigada Pinzón, que está en el bando de los ganadores. Las victorias son para disfrutarlas y sacar algo de ellas, pero el brigada Pinzón no acaba de sacar nada de nada y ahí se quedará. Celestina tiene dinero, pero no sabe muy bien qué hacer con él. Tiene una hija y, tras eso, un montón de jaquecas y una repulsión por su marido. Se encierra en su habitación y ahí se acaba su vida (o empieza, porque es todo un plan). El marido acaba por encontrar consuelo en una prostituta virgen que no se prostituye pero que tiene un prostíbulo, y mientras tanto la hija va creciendo. Paula Pinzón Martín crece físicamente para poder albergar todo el odio que siente por su padre y la devoción que siente por su madre. Cuando se queda sola en las Tres Palmeras, refugio familiar, solo lo quedará alimentar el odio, confiar en Franco, atormentar a criadas (la última llamada la Roja) e intentar sacar dinero de lo poco que quedó, obsesionada por llegar a los cien millones de su madre. Su única vida social es el cura, que ya atendía a aquella otra santa, y la familia del notario, formada por este, la mujer sabelotodo con aspiraciones a emparentar, y el hijo, eterno aspirante a marido, y amante sodomita, porque algo hay que preservar y en algo hay que ceder.
Qué retratos de familia estos de Agustín Gómez Arcos… Qué personajes, habitantes de mundos polvorientos y sin esperanza. Y lo peor: la intuición de que siguen estando entre nosotros. ¡Pero qué intuición! Esa horrible certeza. También ahora de tan siniestros nos hacen reír, pero perdemos la misma guerra una y otra vez. Sí. Ellos siguen pero Gómez Arcos murió. No nos vamos al exilio pero nos creamos exilios interiores. El presentimiento de que no hay donde huir, porque están por todas partes. El horror cotidiano que tan bien, tan certeramente, construye la prosa del escritor. Hablamos de sueños cuando solo tenemos pesadillas. Quién contará nuestro tiempo, quién desnudará nuestras contradicciones, quién. Todos muertos.