Resulta interesante simultanear la lectura de La eliminación, la puesta en orden de la memoria de Rithy Panh llevada a cabo con la ayuda de Christophe Bataille, con el visionado de Duch, le maître des forges de l’enfer. La primera es la crónica extendida y abundante en detalles del rodaje de la otra, una puesta en acto de la condición inhumana que rodeó al régimen de los jemeres rojos. La experiencia de aquella Kampuchea democrática gobernada por Pol Pot recorre transversalmente la carrera cinematográfica de Panh, que ha dedicado más de una década a la construcción de una obra que documente y testimonie lo acontecido. Tras S21, la machine de morte Khmère rouge, el trabajo centrado en la penitenciaría donde se desarrolló parte del genocidio, Panh necesita capturar al personaje escurridizo que sobrevolaba la narración coral de víctimas y verdugos. Su nombre es Duch, director del S21.

Toda memoria perdida -vivencias, datos, personas- obliga a un proceso de excavación para sacar a la luz lo que ya no existe. Las primeras imágenes de Duch muestran un recitado continuo de mensajes y claves jemeres, una lengua que suena muerta, que empieza y acaba en cada frase, exterminada por un lenguaje cada vez más reducido. Las palabras y la ideología son los dos puntos centrales del largo monólogo de Duch. Sin embargo, el método de Panh no consiste tanto en forzar la memoria como en dejar que esta acabe saliendo por su propia voluntad. Ante un Duch que afirma no recordar nada, aterrorizado por el alcance del genocidio camboyano, que reclama para sí el papel de funcionario que atendía las órdenes de sus superiores, Panh no cesa de buscar al hombre. DuchHay en esa actitud el carácter comprensivo de Primo Levi, donde la razón impone una metodología concreta que sirva para responder a las múltiples preguntas. A Duch lo juzgará un tribunal, la moral debe trabajar en otra dirección. El método de Panh consiste en preguntar, insistir, buscar en lo profundo del entrevistado esas esquirlas de humanidad que lo lleven a contradecirse, a afirmar lo que prefiere callar, a reconocer y a reconocerse.

Algo que describe el trabajo documentalista de Panh es su precisión para lograr que los protagonistas del genocidio repitan sus gestos, su manera de actuar. En mitad de un patio polvoriento donde se llevaban a cabo las torturas, Rithy planta su cámara y espera, cuanto sea necesario, a que los viejos jemeres repitan sus gestos. Esas escenas muestran cómo la historia nunca ha abandonado el lugar, sino que se encuentra pegada a él como la carne al hueso. El patio cerrado puede convertirse en una futura escuela, pero conserva el poder para extraer de esos ciudadanos anónimos los gestos que tiempo atrás realizaban diariamente. El montaje de la escena nos muestra a los verdugos entregándose con convicción a la repetición de esos ritos de muerte, a la explicación de cada una de las prácticas de tortura que utilizaban durante los interrogatorios. Panh deshecha el esfuerzo para obtener esas imágenes -esa es la materia de su libro- para concentrarse en la entrega de los personajes, en la manera en que afloran los testimonios. En La eliminación explicará que para grabar esas escenas hubo de sufragar los gastos y cuidar de cada uno de sus protagonistas mientras se ausentaban de su vida diaria.

Con Duch, el método es el mismo. Está el anciano educado, su extraña risa cuando evoca algunos de los acontecimientos pasados, su monólogo cerrado sobre unos hechos incuestionables. Frente a él, el archivo, los rostros, Bophana -la mujer a la que Panh consagra uno de sus documentales-, la evacuación forzosa de Phnom Penh, la condición humana. Duch habla de la cultura jemer, de Mao y la dupla Marx-Engels, de cómo la auténtica revolución democrática consistiría en que el pueblo detentase la posibilidad de la dictadura. Las palabras mueren ahí, como morían cuando se suprimían los sexos y las individualidades por conceptos que aglutinasen al colectivo, a la masa. Sin embargo, Duch no puede evitar desarrollar esos conceptos, no puede detener -he ahí el método de Panh- su explicación ante los detalles, ante las intervenciones de un director al que nunca escuchamos. Por eso explica el uso de tres colores diferentes para marcar sobre los informes el destino de cada prisionero; explica, también, cómo los cuerpos drenados suponían una ventaja sobre los cuerpos vivos a la hora de transportarlos en camiones; explica, en fin, cómo los jemeres acuñaron un concepto, kamtech, para hacer alusión a esa clase de eliminación que no deja rastro.

El trabajo de Panh consiste en hallar la forma para minar el lenguaje y la cultura jemer, para rehabilitar el valor de lo humano en su interior. El error, las lagunas y contradicciones, incluso la vanidad que demuestra Duch son los indicios que sirven al director camboyano para excavar aún más hondo en el testimonio. Frente a ese lenguaje deteriorado, hace falta otro, moral y también cinematográfico, que dé cuenta de sus vacíos, que enseñe lo que aquel ha perdido. De ahí que el montaje de Panh olvide cualquier tentación de entablar un diálogo entre los dos hombres y vuelque todo el peso del filme en el diálogo entre ese lenguaje y el de la memoria-archivo; el único que, a través del montaje, puede rastrear en las palabras de Duch la evidencia de un genocidio que sigue existiendo. La ideología no sabe cómo desbaratar el sentido de la montaña de restos humanos, no entiende cómo el kamtech no ha conseguido eliminarlo.

Tras la muerte de Pol Pot, la televisión francesa realizó un reportaje donde mostraba su cadáver en la selva camboyana y un montaje de imágenes de Phnom Penh y alrededores, entre el vacío y la muerte que se apelotonaba en las ruinas. Involuntariamente, aquella pieza informativa confería una extraña poética macabra a la Historia, quizá incapaz de dar cuenta de la noticia de otra manera. No en vano, Los gritos del silencio necesitaba del Turandot y las imágenes de los campos de la muerte para reflejar la angustia por el amigo perdido que sentía el protagonista del filme. Desde diferentes posiciones estéticas e ideológicas, ambos acercamientos representan y expresan la herida profunda causada por los jemeres rojos, esto es, la incapacidad de dar cuenta de las cosas en tanto que cosas. No existe la posibilidad de contar lo que vemos, porque en ese lo que vemos no cabe nuestro mundo (moral, humano); hay una conmoción que lo bloquea. El trabajo de Panh pasa por tratar de restaurar esa categoría moral básica, las raíces éticas desde donde brota lo humano, porque es la condición de posibilidad para volver a contar, volver a ver. Duch versa sobre ese trabajo de excavación, de recuperación de la condición humana frente a la eliminación. Devolver lo que no existe.


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