Hay ficciones de las que no podemos escapar, de las que no sabemos cómo huir. En Compliance, Craig Zobel despliega una diatriba sobre la autoridad de la ficción. A menudo, nos entregamos con demasiada facilidad a las películas, nos dejamos llevar por sus historias y comenzamos a desarrollar vínculos emocionales con los personajes. Esa entrega satisface la necesidad de contar/escuchar/implicarnos en unas narraciones cuyo atractivo escasea en nuestra vida ordinaria. Como en los espacios en blanco, la ficción cumple su labor de relleno, de sostén narrativo. A la madura protagonista del filme la ficción -ese individuo anónimo que habla por teléfono y (re)compensa su buena actitud, su cumplimiento del deber- refuerza, precisamente, lo que su propia naturaleza de personaje secundario parece negar. En otra película, solo sería la gerente de un restaurante de comida rápida cuya presencia en plano abarca menos de un minuto. Sin embargo, Zobel hace de ese personaje menor el vehículo para desnudar nuestra forma de entregarnos a lo narrado, a ese hacernos creer en algo absolutamente inverosímil que nos introduce en un callejón sin salida.
Compliance podría definirse como una película sobre la duda, que se instala en su misma puesta en escena. A medida que esta historia de acoso telefónico despiadado eleva su violencia, Zobel comienza a dudar, a vacilar a propósito de la imagen que utilizará para prolongar la agonía de su personaje femenino. En suma, a preguntarse por su enfoque del relato: hasta qué punto conviene enseñar, dónde debería cortarse una escena o un movimiento de cámara. Esa duda, que nosotros espectadores experimentamos ante los sucesivos giros de la historia, alberga un efecto perturbador: lo más inquietante consiste en el esfuerzo que todos sus personajes invierten en creer y asumir como razonables los disparates que sabemos que cometen. La entrega, sin oponer resistencia, a la ficción produce, a medida que la violencia va carcomiendo el sentido del relato (y la protagonista adolescente es vejada y ridiculizada ante la mirada impasible de su supervisora), un efecto inesperado. A fuerza de sacudir lo verosímil, ese punto final a partir del cual ya no aceptamos creer en nada más, el filme logra anestesiar el acento moral y conseguir que continuemos el visionado. La puesta en escena se transforma en una broma macabra y la ejecución milimétrica atranca puertas y ventanas en una espectacular humillación de la que no sabemos cómo escapar. Desde su posición de director/creador, Zobel consigue desarrollar un relato cruel en el que la mayor vejación es la que nos hace sentir nuestra entrega sin concesiones a una ficción imposible, el saber que la historia nos ha desnudado impúdicamente atizando sin piedad al flanco más débil de nuestro papel como espectadores. Cuando termina la película sabemos que el público es su auténtica víctima.
A su manera, Otelo, de Hammudi Al-Rahmoun Font, podría ser un reflejo especular del filme de Craig Zobel. A diferencia de la anterior, en esta es el propio director quien entra en escena como otro personaje más. No en vano, la gran ventaja del relato de Shakespeare reside en la creación de ese genio maligno, Yago, precursor de toda una generación de cineastas, que susurra al oído del espectador aquello que la ficción no ha mostrado. Mientras la historia tiene su lugar, Yago busca su efecto, su estallido. Frente al decorado del restaurante de comida rápida -un espacio donde nadie diría que hay posibilidad para el drama, una zona de paso-, el decorado vacío donde se rueda esta nueva adaptación de Otelo. Dos lienzos en blanco que sus respectivos directores tienen que rellenar desde la ficción, conscientes de que ese es el elemento diferencial entre una adaptación y otra. Por eso, Al-Rahmoun elige como personaje al más despreciable de todos: al que engaña, al que utiliza en provecho propio la sensibilidad de los otros, al que no teme herir para conseguir lo que necesita. Pocas veces una ficción ha sido más honesta al mostrar sus entretelas, los mecanismos psicológicos que emplea para plasmar su intensidad emocional, para diferenciarse de esas otras imágenes que la acompañan.
Si hubiésemos de definir Otelo, sin duda estaríamos ante un relato sobre el control: el de un cineasta sobre sus actores, el de un creador sobre su obra, y el más importante, el de un artista sobre la respuesta de su público. En un momento de Compliance, Zobel adopta como metáfora para no mostrar una felación el primer plano de la pajita de un vaso de refresco. No mostrar, en efecto, pero sí sugerir en un lento barrido de cámara. Al-Rahmoun, de una forma parecida, utiliza una escena de sexo simulada entre dos actores (Desdémona y Casio) para construir una apariencia de realidad sobre un tercero (Otelo). Lo que apenas vemos, lo que ni siquiera existe, se convierte en una realidad de la que no podemos apartarnos. Mientras la tensión aumenta, presionados por el director que exige más autenticidad en las actuaciones de sus personajes, olvidamos sistemáticamente el denominador común de ambos relatos: la ficción. De una forma no menos moralista, Al-Rahmoun nos lo recuerda en la última escena de su película. Nos hemos entregado, hemos creído y concedido la autoridad de unas imágenes que siempre fueron una trampa, un despiste, que nos han golpeado y hecho rehenes de su historia. El director ha sido un Yago para su público, porque no ha cesado de insinuarnos mentiras al oído sabiendo que nos las creeríamos. En eso consiste la sensación de control. Otelo es una ficción que explora sus límites.
En comparación a las dos películas anteriores, Después de Lucía, de Michel Franco, no resulta una ficción asfixiante por los mecanismos narrativos que emplea su director. Al contrario, su dolor emana de su incapacidad para renovar esos mismos mecanismos. Ante la pérdida, sea del tipo que sea, siempre nos enfrentamos a dos conflictos: qué hacer con el espacio repleto de experiencias que han quedado sin referente y cómo encontrar nuevas palabras que nos permitan continuar, reformar ese espacio. El drama del filme de Franco estriba en su manera de articular ambos conflictos, porque es ahí donde provoca el dolor. La historia continúa, sí, tras la muerte de la madre en un accidente de tráfico, una mudanza a México D.F. y una vida triste entre padre e hija, pero continúa con las mismas palabras y los mismos silencios; el guion es diferente pero la puesta en escena se mantiene igual, paralizada en su imposibilidad de cambiar. Franco, en definitiva, nos advierte que no podemos cambiar así como así, que nuestras costumbres se manifiestan de una u otra manera y nos obligan a remontar la historia hasta su mismo origen, porque siempre acabamos regresando al punto de partida.
Aunque Después de Lucía sea en parte un drama sobre el acoso escolar a Alexandra, su protagonista adolescente, y el recuerdo de la herida abierta que separa a un padre de una hija, la principal baza del filme de Franco está en los gestos y detalles que deja caer. Hay ficciones que, tras el desastre, no saben qué camino escoger para continuar narrando; se atascan y comienzan a girar desesperadamente sobre los restos de su pasado. En la película de Franco el acoso escolar y la incomunicación entre los personajes es tan desesperada como la violencia psicológica de las dos anteriores propuestas, la clase de dolor que, desde la posición de espectadores, nos gustaría evitar. Sin embargo, Franco advierte de la dificultad que implica llevar a cabo ese cambio, porque siempre regresamos al mismo punto. Y nos equivocamos. La incomunicación provoca que la desaparición de Alexandra se interprete de otra forma, como la muerte que exige de otra muerte para restañar esa nueva herida. Un vacío necesita de otro vacío para calmar el drama. ¿No es esa la reacción del padre de Alexandra ante la muerte de su esposa? Ante la falta de nuevas palabras para definir esta nueva realidad, nos cobijamos en lo poco que queda de las antiguas palabras. Por eso, mientras el padre de Alexandra hace lo único que sabe hacer, ella misma vuelve al origen de todo: una habitación silenciosa, otra clase de vacío, donde no hay palabras, solo gestos, para describir lo que sucede. La ficción se interrumpe y ya no puede dar más de sí. No podemos huir. Algunas cosas duran demasiado tiempo.