Recordar, olvidar, aprender. A menudo, nuestra vida sigue una secuencia parecida en la que nuevas experiencias sustituyen a la memoria del pasado, la redefinen y desarrollan mientras escogemos otro camino vital. Es, entonces, cuando sentimos el cosquilleo familiar que despiertan nuestras vivencias. Un fuego breve, casi un estallido fugaz, que nos lleva a perseguir incansablemente cada recuerdo de lo que hemos sido. Your Lost Memories nace en ese estallido fugaz, a partir de las grabaciones en Super 8 que los impulsores del proyecto -Miguel Ángel Blanca, entre ellos- han recopilado para su restauración. Cada pedacito de vida impreso en la imagen temblorosa de una película familiar cuenta, porque somos lo que recordamos. Rubén, el protagonista de este híbrido entre ficción y documental, padece un trombo en una zona de su cerebro que le impide recuperar la memoria de su pasado. Así, en una de las escenas más hermosas del filme, crea un pasado -una fantasmagoría- hecho con los retazos de las películas caseras que ha reunido. La familia, los viajes, la chica que alguna vez amó aparecen en esa colección de experiencias ajenas que, como un pálido reflejo, animan la voz propia que el trauma ha reprimido.
Al comienzo de Sans Soleil, Chris Marker detenía su discurso en la filmación de un minúsculo episodio familiar en una carretera de Islandia. Allí, en la imagen de esos niños que correteaban alegremente, cifraba el sentido de la felicidad. Con Your Lost Memories y, por ende, con la misma naturaleza del Super 8, sucede algo parecido: acercarnos a esas cápsulas del tiempo llenas de grano y polvo nos conecta con aquellos momentos de felicidad que arrancamos de nuestra línea del tiempo. Nos observamos, nos preguntamos de qué estaríamos hablando, pero, por encima de todo, notamos el tiempo que pasa. Ese tiempo que se agota tras el primer parpadeo, cuya felicidad nos exhorta a continuar persiguiéndola; a dar el paso, la transición, entre el somos lo que recordamos y el somos lo que narramos. Cerrar una historia y empezar otra, una película virgen que, ahora sí, nos encargaremos de contar. Your Lost Memories narra ese paso de un lugar a otro, de la alegría plasmada sobre una sábana en una habitación con las luces apagadas a la felicidad de poseer esa alegría, de exprimirla gota a gota en cada nueva imagen. Al fin y al cabo, en eso consiste todo proceso vital: recordar, olvidar, aprender. Pasar de unas imágenes que observamos con curiosidad, fruto de ese pasado que perdimos en el fuego, a las imágenes que construimos con nuestro presente. O cómo el tiovivo en el que alguna vez montamos de pequeños cede su espacio a una chica que baila en la orilla de la playa. Una ficción termina para que pueda empezar otra.
La primera década del Siglo extendió en nuestra identidad cultural una serie de advertencias de apocalipsis, íntimos o globales, que amenazaban con desequilibrar aquello que describimos como cotidiano. Ante un cataclismo siempre hay dos opciones posibles: la revuelta o la resignación. Lars von Trier expandía este último mensaje, a través de la muerte de la cultura, en Melancholia. Sin embargo, David Mackenzie elige el primer camino en Perfect Sense. Mientras una extraña enfermedad empieza a laminar los sentidos humanos más básicos, tiene lugar una historia de amor entre un cocinero y una epidemióloga. Un final alumbra otra clase de principio. El olfato y el gusto desaparecen, pronto también el oído, casi sin tiempo para echarlos de menos. Todas aquellas virtudes perdidas para siempre. Lo hermoso, en un filme tan irregular como este, es cómo Mackenzie no interrumpe la relación amorosa que está larvándose entre Susan y Michael, los dos personajes centrales. Los sentidos se extinguen, obligándonos a inventar nuevas formas para continuar esa cotidianidad alterada, pero hay otra clase de sentido, innata, que nos mantiene unidos.
El Perfect Sense al que alude el título original debería entenderse como el código fuente que todos tenemos en nuestro interior, ese que anima a la revuelta, a la persecución de un objetivo o, simplemente, a continuar. Tras el olfato, el gusto y el oído, la vista es la siguiente víctima de la epidemia mundial. Pero cada nuevo impacto parece potenciar un aspecto, las emociones, que de tan indómito no puede ser exterminado por la enfermedad. Ese, y no otro, es el material del que se compone nuestro código, nuestras humanidades, que alumbra el camino para que dos cuerpos se encuentren en mitad de la oscuridad. Ante el apocalipsis de nuestro espacio íntimo, la promesa de unos restos del naufragio que nos permitirán preservar aquello que somos. Ante el recuerdo de lo que hemos perdido, la realidad de lo que arañamos por seguir disfrutando. Fundido a negro. Michael no volverá a ver a Susan, quizá tampoco podrá notarla con la intensidad que ofrece el tacto de una piel erizada, caliente o surcada por el pulso acelerado. Y, sin embargo, en cada nueva pérdida Susan parece estar más presente, como una llama que nunca se extingue.
Hablar con extraños, ya sea en la cola de un cine o en el asiento contiguo en un tren de pasajeros, siempre es una invitación a la fantasía, a mentir sobre quiénes somos y qué hacemos, a inventar toda una vida que únicamente tendrá sentido durante esos pocos minutos. A menudo, más consciente que inconscientemente, esas mentiras sin importancia son una prolongación -en el arte utilizaríamos la ficción- de todo aquello que no sabemos cómo resolver en la realidad. Con Like Someone in Love, Abbas Kiarostami plantea un encuentro entre realidad, ficción, mentira y conciencia. Akiko es una estudiante que trabaja como prostituta para costear una vida fuera del arco familiar que ha quedado aislado en su pueblo de origen. Watanabe un profesor jubilado que la contrata por una noche. En el viaje de regreso a la ciudad, ambos se topan con el novio de Akiko, que confunde a Watanabe con el abuelo de la chica. Y ambos, como en la cola del cine o en el asiento contiguo de un tren de larga distancia, se dejan llevar por una falsedad que intentar hacer real. El cliente se convierte en abuelo y la herida familiar que recorre el cuerpo de Akiko comienza a restañar. La ficción, de alguna manera, aporta ese consuelo que la realidad ha sacrificado. Allí donde habita la vergüenza, esa que impide a Akiko descolgar el teléfono para hablar con su auténtica abuela, que la lleva a rodear las inmediaciones de la estación sin decidirse a bajar para abrazarla, no hay lugar para la confianza.
Con pequeños gestos, Kiarostami reproduce una miniatura sobre las emociones humanas, tan delicadas y sensibles como, a menudo, fugaces. También imposibles de alterar, ya que tarde o temprano ficción y realidad encuentran sus respectivos espacios y la una no puede intervenir sobre la otra. En el fondo, Watanabe preferiría ser abuelo y no cliente, porque le recordaría que posee unas emociones que no se basan en un intercambio económico; qué será será. También Akiko querría cruzar al otro lado del espejo, ese donde la herida encuentra su desinfectante y se cierra poco a poco. Sin embargo, la ficción más clásica, aquella que nos invitaba a intervenir -mediante el azar, la casualidad, lo inesperado- en mitad de esa falsedad, se derrumba ante una realidad que la aplasta en su interior. Una pedrada revienta el ventanal de la casa de Watanabe, obra del novio de Akiko, describiendo con ese pequeño gesto la imposibilidad de todos esos sobre los que se ha construido Like Someone in Love. La herida abierta no puede borrarse sin dejar el recuerdo de una cicatriz. Ese es el precio que ha de pagar una ficción para convertirse en realidad.