Vania x Vania, de Pablo Remón (Teatre Principal y Teatre Rialto)  | por Juan Jiménez García

Cuántas versiones de Tío Vania. Chéjov es inagotable. Abordado de infinidad de formas diferentes, no lo recuerdo desde la comedia (pero…). Pablo Remón propone dos versiones. Una despojada de casi todo menos del texto y los actores. La otra, siguiendo el curso de la propia obra. Ya habíamos visto una versión de despojada de casi todo. Fue aquel Vania (escenas de la vida), de Alex Rigola, en ese teatrillo para sesenta personas. Allí estaba el formalismo, y hasta qué punto el formalismo podía volverse sentimiento, hasta qué punto las palabras podían resonar no solo contra las paredes de madera del contenedor sino contra el interior de los espectadores. Un acto de intimidad. En la primera versión de Pablo Remón la caja es la del teatro, y los espectadores estamos ahí, enfrentados a él. Como la sala del Rialto no es especialmente grande, había un algo que nos aproximaba también allá. Lo primero conseguido, es que desaparece la línea entre escenario y platea. Todo es una misma cosa, y compartimos un único lugar. Contra el distanciamiento. En ese misterio, me sentí más cercano incluso de lo que me sentí entonces. Lo trágico, lo cómico, te atraviesa, te deja ir, vuelve, cae, se levanta, habita el fondo, el centro y los laterales. Se respira teatro. Vida. Decía que no recordaba haber visto Tío Vania como una comedia. Sin embargo, es perfectamente plausible, y Pablo Remón no solo lo piensa, sino que lo pone en práctica. Se ríe mucho. Todas esas vidas frustradas, que tan a menudo nos dieron pena (ahora también), pero con Vania convertido en un tipo irónico, que se toma la vida a broma, él, el mayor de los perdedores, que entregó y entrega su vida a los demás, sin obtener nada más que ese hastío. Enamorado de Elena, Javier Cámara lo transforma en un descreído, un payaso trágico, que selo en esa ironía encuentra un lugar no para huir (algo imposible), sino para sobrevivir a ese destino. Todas las parejas de Vania x Vania son imposibles. Sonia con el doctor, Alexander con Elena, Elena con el doctor, Vania con Elena. Ninguna combinación resulta, en esa inmensidad de insatisfacciones. Siempre falta algo, y cada cual ha encontrado su refugio. Para unos son las fincas, para otro los bosques, para otra la creencia de haber estar enamorado de aquel escritor que no escribe y que está enamorado únicamente de sí mismo. No solo Vania. Todos los personajes tienen algo que los hace especiales con respecto a otras versiones. Israel Elejalde construye un Astrov indolente, pero no despistado, y las razones por las que no quiere a Sonia no son su fealdad (que ni tan siquiera existe; Marina Salas construye más un personaje en conflicto con su juventud), sino un simple no querer, mientras que la pasión por Elena se materializa. Marta Nieto le da un aire distante pero no inalcanzable, cansada pero no agotada, consciente de ser ese punto de equilibrio al que todos aspiran, pero ninguno alcanzará. Mientras su marido (Juan Codina en estado de gracia) es un miserable que tiene más de cobarde que de insensible (aunque aquí también hay una diferencia en las versiones; desde la malicia al ridículo). En ese mundo que se les escapa, que irremediablemente se les escapa, solo la criada, Manuela Paso, tiene el humor, la sensatez y la presencia que detiene el tiempo, ese tiempo al que intentarán volver, cada uno a su modo, cada uno con sus nuevas heridas.

Entonces nos reímos, decía. Sí, a ratos. Pero la desesperación está en todos lados, buscando por dónde escapar, como en ese baile desencajado de Sonia y Elena en la primera versión. Tumbado boca abajo entre las flores inútiles, Vania representa el fin del mundo. Hay algo de comedia italiana en estas dos adaptaciones. El humor se transforma en tragedia con el discurso final de Sonia, mientras hace las cuentas con su tío, ya solos, ya de nuevo solos, abandonados a una vida que no les ha tratado bien.

En la segunda versión, no se comparte ni tan siquiera texto. Remón no solo plantea una escenografía, sino que también un nuevo discurso. Claro, Chéjov sigue ahí (no se va en ningún momento, convertido en una sólida línea que admite distorsiones y contorsiones). La segunda versión es más Remón (nuestra idea de Remón). Enlaza perfectamente con Los farsantes y, en el fondo, con todo él. Crea el juego entre esas dos ambientaciones, la dacha y el cortijo en algún lugar de la Mancha. Las relaciones, conservando su esencialidad, se establecen a otro nivel. Vania, Iván, es un hombre de pueblo, nada ruso. La obra de Chéjov es universal no solo porque puede llegar a cualquier rincón del mundo conservando esa esencialidad, sino porque habla de unos sentimientos que con comunes. El dolor, la pérdida, la mezquindad, el amor no correspondido, el tedio, la infinitud de los días. La distensión se apodera de todo. Si la versión uno eran líneas trazadas entre los personajes, en la versión dos, nos vamos de vacaciones de verano. Es el sueño de una noche de verano. O la pesadilla. El humor ya no surge de una lectura del texto de Chéjov, sino que Remón pone de su parte, jugando, por ejemplo, con la relación entre una obra rusa y esa misma obra rusa convertida en manchega. El efecto, es que el final no es tan contundente. Lo que en la versión uno era un puñal clavado en el estómago, en la versión dos es la amargura de esa vida circular.

Es curioso cómo no logro ver la relación entre una versión y otra. Podríamos pensar que una es la consecuencia de la otra, pero vistas al revés, abandonada su continuidad, es como si hubiéramos viajado atrás en el tiempo. De un tiempo espectacular a un tiempo esencial. Obsesionado por el misterio, por esas corrientes subterráneas que deberían constituir y construir el teatro, la versión uno me deja a menudo sin aliento. La versión dos, es su representación.


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