Un roble, de Tim Crouch (La rambleta, Valencia. Del 4 al 6 de octubre de 2019) | por Óscar Brox
Creo que es inevitable sentirse zarandeado por los textos dramáticos de Tim Crouch. Ser protagonista de esa catarsis colectiva que lentamente se cuece en escena. Quizá porque relatar es una forma de exponernos, de transformar hasta lo más anecdótico en un ejemplo de nuestra necesidad por contarnos. Por hacer de cada ficción un pedacito de nuestras vidas. Por eso, uno acude al montaje de Un roble, a cargo de Luis Sorolla, Carlos Tuñón y la gente de Bella Batalla, con cierta expectación. No solo por el carácter inmersivo de la pieza, sino también por esa fuerza dramática que transmite desde su lectura. Una fuerza que te lanza no pocas cuestiones: la forma en la que nos relacionamos con nuestras emociones, el cableado psicológico con el que abordamos aspectos espinosos como el dolor, la culpa y las cargas morales, y la forma (otra forma) escénica con la que los mostramos.
Así que, nada más arrancar, Sorolla realiza una pequeña exploración del texto y la obra, de su conexión con el artista Michael Craig-Martin y del desarrollo de la función que veremos. Me gusta la desnudez del escenario, la confianza en la palabra, la imaginación y los cuerpos como únicos elementos para conducir el drama, el ambiente de confidencia que su protagonista aprovecha para proyectar en varias direcciones: como un ejercicio de distanciamiento, de extrañamiento o de juego metaficcional, poniendo en escena esa barrera, llamémosla emocional, con el objeto dramático. Con el dolor y la pérdida. O, simplemente, con todo aquello que nos puede ayudar a entender nuestra naturaleza humana.
Y me gustan también las constantes interrupciones, la sensación de escena inacabada que nos lleva, una y otra vez, a las órdenes y mensajes que el actor principal dicta al otro, invitado, que en teoría desconoce tanto el texto como el funcionamiento de la obra. Puede resultar paradójico este último detalle, dado que todo está escrito y no hay margen a la improvisación. Sin embargo, creo que tanto Crouch como Sorolla lo toman como un mecanismo de distracción; como un rizar el rizo de la ficción para, en paralelo, proyectarnos contra ese drama que nunca deja de estar presente. O evocado. O parodiado con una ironía rayana en la crueldad (véase la escena en la que el hipnotizador somete a escarnio a su víctima). Pero que está ahí, y que precisamente por la desnudez formal resulta más incómodo, más molesto y real.
En Un roble conviven varias capas dramáticas: por un lado, está el enfrentamiento entre un padre y el hombre que atropelló mortalmente a su hija; del otro, la sesión de hipnosis en la que esa historia se desdibuja a través de la ficción; y, por último, la obra que escenifica todo ese proceso entre interrupciones e indicaciones. Sorolla pasa de MC a hipnotizador y de este a un pobre diablo que, entre gestos vacíos, trata de distraer su culpa moral frente a una audiencia absolutamente indiferente. Maribel Bayona, la actriz invitada en esta función, sigue a rajatabla sus indicaciones, dejando en el aire el misterio de la información suministrada por circuito cerrado. Y nosotros, paradójicamente, lo observamos todo. El número, su preparación, el truco y la sorpresa final. Es en este sentido en el que pienso que la vocación de Crouch es la de trasladar al público la experiencia vívida del dolor; transferirlo de una escena a otra, de un personaje al otro, escondiéndolo y mostrándolo con la minuciosidad que otorga un entorno controlado, hasta que finalmente solo quedamos nosotros. El público. Con los ojos cerrados. Siguiendo las órdenes de los actores (si es que, en verdad, no lo hemos hecho desde el principio) y colocándonos alternativamente en ese tramo imaginario de carretera en el que somos la hija y el conductor, la noche, la velocidad, el instante fatal y el roble.
Crouch se vale de las cosas, de los objetos y los gestos aparentemente insignificantes, para tejer una reflexión que abarca tanto al teatro como a la sociedad; por un lado, experimenta, mientras que por el otro nos cuestiona. Aquí, a diferencia de en Mi brazo, tal vez no exista esa carga política, radiografía feroz de la Inglaterra triste de los 80, pero sí hay lugar para los microdramas, a través de las pinceladas con las que retrata al hipnotizador y a la familia rota, y sobre todo a la interrogación por nuestras emociones. Por los vínculos y las relaciones que trazamos y nos ayudan a trazar, por el lugar en el que nos sitúa y por la toma de posición con respecto a lo que se nos cuenta. Y que, a la postre, justifican el dispositivo escénico porque nos colocan cara a cara con ese temblor, con ese zarandeo, que nos provoca el drama cuando alcanzamos la catarsis. Cuando somos capaces de despegar las numerosas capas metaficcionales que recubren la obra para encontrarnos con esa llamada al dolor y a la profundidad de la naturaleza humana.
Tengo la sensación de que la obra habría resultado más poderosa en un espacio reducido, en un bar o en una sala minúscula, en el que el calor del público y la ansiedad del formato proyectasen mejor las intenciones dramáticas de Crouch. El patio de butacas de Rambleta, demasiado grande, contribuía poco a respaldar a la pareja de actores y el equipo de la obra. Y eso que uno termina la función preguntándose si, en el fondo, unos y otros, Crouch, Sorolla, Tuñón y Bella Batalla, no nos han revelado el secreto detrás de la obra artística de Craig-Martin: ese momento en el que, desnudado todo, la preparación, la construcción, el disfraz, la farsa y el cálculo, lo único que encontramos es lo que siempre estuvo allí. Un roble. Un dolor. Una sensación. Nuestra sensación. Nuestro dolor. Abierto y puesto en escena.