Giulio Cesare. Pezzi Staccati, de Romeo Castellucci (Festival 10 sentidos, San Miguel de los Reyes, Valencia. Del 16 al 17 de mayo de 2018)  | por Óscar Brox

La relación entre el actor y el espectador es el origen del arte en sí. Estas palabras de Romeo Castellucci, tras su paso por el Festival de Avignon en 2002, podrían servir como tentativa para explicar esa sensación de misterio, casi de milagro, que envolvió a la representación de su Giulio Cesare. Pezzi staccati en el marco del Festival 10 sentidos. Escenificada en la capilla del Monasterio de San Miguel de los Reyes, esta pieza breve de Castellucci nos conduce por el texto dramático de William Shakespeare a través de tres momentos, entre el éxtasis y la caída de Julio César y la elegía de Marco Antonio. Pero es justo decir que uno olvida la palabra shakespereana nada más comenzar la obra. Atrapado, cuando no abiertamente cautivado, por la forma de Castellucci de entenderla. De hacerla suya. Reflejando cada palabra, cada inflexión, cada gesto y cada silencio en sus actores.

Ya desde su primera escena, en la que una endoscopia rastrea, hasta llegar al fondo de la garganta del actor, el origen de la voz, Giulio Cesare. Pezzi staccati describe esa reflexión de Ludwig Wittgenstein que Castellucci hace suya: lo que se refleja en el lenguaje no puede expresarse a través del lenguaje. Las palabras, pocas, y los silencios, numerosos, crean (con la complicidad de la acústica de la capilla) una especie de fondo sonoro que arropa a los actores; que desnuda sus miradas ante el público. Que los expone sin apenas barrera o distancia. Tal es el caso de la entrada en escena de Julio César, cuyo paso grave retumba una y otra vez; cuyas expresiones, ojos y energía se clavan en nosotros con tal fuerza dramática que resulta imposible no sentirse afectado. Y la grandeza de todo ello es que uno juraría escuchar el monólogo de César en cada gesto, pese al silencio total con el que el veterano Gianni Piazzi acomete la pieza. De tan poderosa que es su presencia, de esa mezcla de temor y conmiseración que desprenden sus ojos cansados, de la fisicidad con la que notamos cómo transportan su cadáver amortajado fuera de escena, Castellucci logra trasladar el efecto de de un lenguaje reflejado sin palabras. A través de la íntima emoción, del sobrecogimiento, con la que seguimos la evolución de la escena.

Rostros de la vejez o la mutilación (los actores que interpretan a Marco Antonio, además del habitual Dalmazio Masini, han sufrido una traqueotomía que les dificulta el habla), los personajes de Giulio Cesare llevan hasta el límite el texto de Shakespeare, desplazando el peso de la tragedia de sus palabras a lo visible. A la violencia con la que las declaman, a los sentimientos brutales que dibujan sobre el escenario, recalcando en su impotencia la fuerza de cada palabra. Hablándonos una y otra vez, mirándonos y observándonos desde los escalones de la capilla, escrutándonos de tal manera que solo podamos sentir el misterio que envuelve a cada escena. Ya sea en la elegía de Marco Antonio, en la aparición de ultratumba de Julio César o en el impasible corifeo que asiste a los personajes durante la tragedia. Y que nos pone frente a frente con ella. Como una experiencia directa, arrancada de cualquier tentación escénica, de cualquier licencia estética que suponga un añadido. Cara a cara con los personajes. Con todo aquello que se vive, se palpa, detrás de sus palabras.

Sin duda, puede resultar paradójico señalar que la de Castellucci es una lectura clásica del texto. Pese a la endoscopia, las proyecciones sobre pantalla y las peculiaridades de sus actores protagonistas, Giulio Cesare ofrece una lectura transparente del texto shakespereano en la que la técnica, los medios dispuestos, no buscan imponerse sobre este. Tan solo, acaso, ponernos en contacto con él. Enseñarnos sus entretelas, su fuerza, la energía que nunca deja de latir en sus palabras, el éxtasis y el misterio. Enseñarnos a leer a sus personajes, sus gestos y lo que aquellos dicen de estos. Invitarnos, en suma, a reflexionar sobre la relación entre actores/personajes y el público. Sobre el encanto con el que se mueven en escena, apareciendo y desapareciendo, haciendo visible todo aquello que las palabras no muestran. Creando imágenes de una belleza, esta vez sí, sobrecogedora. En las que el teatro se funde con la filosofía y la experiencia con la invitación a llevar a cabo una reflexión teórica (no en vano, la obra se enmarca en un curso de lingüística propuesto para la ciudad de Bolonia en 2014).

El ambiente de la capilla de San Miguel de los Reyes, sin duda distinto al de un escenario teatral corriente, contribuyó a crear esa sensación de misterio y, prácticamente, de milagro. A medida que la tarde caía o que el canto de los pájaros se infiltraba en mitad de una escena. Con el silencio que hacía todavía más presentes, más palpables, a los personajes de la tragedia. Sin distancia, ni dramática ni física. Integrados alrededor del público. Y todo ello en menos de una hora de espectáculo. En unos pocos minutos en los que Romeo Castellucci nos invitó a pensar en nuestro lugar en el espacio teatral, en nuestra relación con el lenguaje y en cómo el arte es capaz de crear un discurso para reflejar todo aquello que las palabras no pueden decir. O que, simplemente, necesitan expresar de otra forma. Con pequeños detalles, escrutando los rostros y miradas de sus actores, siendo arrebatados por su fuerza, por su violencia. Zarandeados por una idea de teatro, de dramaturgia y puesta en escena, que había que conocer en directo. Inolvidable. En muchos sentidos, Giulio Cesare. Pezzi stacatti fue una lección, pero al salir de la obra lo que flotaba en el ambiente era ese fantástico misterio con el que el dramaturgo italiano nos invitó a habitar el origen de la tragedia.

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