Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Umberto, de Rodrigo García (La uña rota) | por Óscar Brox
Las escasas páginas de texto de Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Umberto comienzan con una advertencia: si pese al tino con el que ha sido ordenado el material dramático por parte de Rodrigo García este no se entiende, definitivamente es que el lector es tonto. Esa pequeña maldad es parecida a la de Kant cuando escribió, acaso a regañadientes, aquellos Prolegómenos que hiciesen más fácil de digerir un cachalote filosófico como su Crítica de la razón pura. Unos Prolegómenos que resultaban tan claros en sus detalles que habría que ser imbécil -aunque esto, Kant, solo lo insinuase- para no entender la cuestión. Pero, como dijimos a propósito del estreno en España de la obra de García, lo cierto es que pocas veces se ha visto un caos más ordenado en escena. Un inventario de disparates perfectamente distribuido entre capítulos, anexos y materiales. Como si, de alguna manera, el rigor filosófico de un estudio pudiese atrapar el caos y la anarquía con la que los personajes de García, cuando no el mismo dramaturgo, vislumbran esos momentos efímeros de nuestra cultura contemporánea.
Total, que Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Umberto nos vuelve a ubicar en un escenario que, de continuar vivo, a buen seguro habría fascinado a Glauber Rocha: el de la palabra y la acción, la estética y el derecho a incomodar. A hacer de la cultura, ya sea la más elevada o la abiertamente baja, munición con la que disparar contra las buenas maneras: las inercias creativas, las convenciones dramáticas, el pasotismo intelectual o la imbecilidad con la que repetimos discursos desdibujando lo que de controvertidos o polémicos tienen. Perdiendo, por el camino, su talante subversivo; su capacidad para poner patas arriba el mundo. Algo que, en cierto modo, dispara una y otra vez García en su texto, ya sea prostituyendo las nobles ideas de la Grecia de Lisias y Demóstenes, enseñando la suciedad de iconos de baratillo como el motociclista y acróbata Evel Knievel o el creativo Philippe Starck, o convirtiendo a una criatura surgida de las animaciones de Ultraman, el monstruo Neronga, en su particular guía por ese Brasil sumergido en otra dictadura.
Es curioso observar cómo los personajes de García resultan interesantes pese a todo. Cómo el teatro, la imagen, la acción dramática trata de arrancarles la costra de mediocridad, de asco y repugnancia, con la que se nos presentan: con ese Neronga impotente, meado y plateado, triste y absurdo, que narra su viaje en dirección Salvador de Bahía. O un Orson Welles travestido, secuestrado por su personaje de Shakespeare, convertido para siempre en tirano de una tierra rural anclada en una cultura del pasado. O una pareja de filósofos que se deshacen de sus argumentaciones enmarañando sus palabras hasta hacerles perder el sentido. Incomodando, en definitiva, en su manera de carcajearse de una cultura que empieza a no saber qué hacer con tanta palabra, con tanta retórica sin efecto ni radio de acción. Una cultura que ya no sabe cómo epatar, si con los helados anatómicos de Can Roca -helado intestino color apricot– o con los automóviles Minis tuneados por Starck para devenir modernísimos ataúdes de diseño.
Podría parecer que la de García es una obra menos turbulenta que muchas de las que integran sus Cenizas escogidas, también editadas por La uña rota, un caos calmo que expone con vehemencia las entretelas de una cultura más narcotizante que provechosa. Estéril, cuya lírica se ajusta a los tiempos que corren: al selfie, al Emoji, a un tono gracioso salpimentado por un rapto intermitente de belleza, resorts turísticos y postales de otros mundos de ensueño, diálogos de besugos y afán por convertir el cuerpo o el discurso propio en una obra de arte a toda costa. Pero lo cierto es que el texto conserva la misma voz brusca y vehemente del dramaturgo argentino a la hora de meterse y remover cada aspecto de la cultura del presente. La misma habilidad y la misma virulencia para hacer con tanta basura un preciso ejercicio teatral. Reflexión en clave de breves sobre los últimos estertores de nuestra cultura. En la que un monstruo de Ultraman nos guía por las calles de un Brasil derrotado, entre puestos de acarajés y sonidos de otro mundo que restallan como el látigo de un Orson Welles devenido para siempre Macbeth. Fantasma. Espejismo. Síntoma de una cultura del vacío.
Pocos dramaturgos son capaces de manejarse con tanta agilidad entre lo culto y la basura, el relámpago de intuición y el juego zafio con los elementos de nuestra cultura. Por eso, no sería hacer de menos a Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Umberto si señalamos que combina la auténtica hilaridad de los comentarios soltados a bocajarro con el bagaje intelectual de un García dispuesto a tocar todas las narices posibles. A incordiar, molestar e incomodar. A dirigir la mirada hacia ese montón de basura humeante, cenizas de nuestro tiempo, al que hay que invitar a hablar para que nos cuente sus tragedias. Sus flaquezas y miserias. En una travesía inolvidable por los puestos callejeros de Salvador de Bahía en busca de esos últimos momentos de nuestra agónica cultura.
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