Primera sangre, de María Velasco (Teatre El Musical) | por Juan Jiménez García
Hace unos días releía Tragedia de la infancia, de mi adorado Alberto Savinio. Desde entonces me repito el título. Frente a la infancia como paraíso perdido, la infancia como tragedia. Cierto, la de Savinio no fue especialmente mala, al contrario, más allá de enfermedades (del conocimiento de la vulnerabilidad), pero eso le da un valor aún mayor al referirse así a ella. Ahora con Primera sangre, la obra de María Velasco, volvía a mí una y otra vez eso y lo otro. La tragedia de la infancia son los adultos. En la obra se dice que no hay que temer a los muertos, sino a los vivos. Quién sabe de la existencia de fantasmas (materialización de miedos, de temores). Pero quién duda de la existencia de los vivos… Del ser humano. Del mal. También tengo reciente la relectura de El señor de las moscas, y esos niños que, repitiendo los esquemas de los adultos, se enfrentan a su descomposición como grupo y como personas. No sé si la infancia es el paraíso perdido o un lugar felizmente recordado, pero que la edad adulta es su traición. La traición de la inocencia. Sobre todo, de la libertad. La verdadera, no esa de los anuncios y de los imbéciles. El asesinato de una niña, Laura, un caso real, sirve a María Velasco para pensar en todo esto. De ella solo había visto La soledad del paseador de perros y, no pasados ni diez años, Primera sangre se me antoja como una obra de madurez. Ya no solo en su escritura, ya no solo en los temas que aborda, sino también en como representarlos, como mostrarlos. Sí, podríamos decir que está el CDN, pero no es eso, a no ser que entendamos que también es la posibilidad de materializar unas ideas, unos pensamientos de cómo llevar esa tragedia de la infancia a la escena. La escenografía de Blanca Añón, las luces de Marc Gonzalo y el espacio sonoro que construye Peter Memmer me parecen una conjunción perfecta para poder materializar la construcción de la autora sobre su propio texto, hecho poesía, acto poético, como Mouchette rodando una y otra vez, cayendo una y otra vez. Un parque, un patio de recreo que tiene algo de fin del mundo, rodeado de paredes terrosas, una pasarela, una escalera, que son el colegio. La oscuridad visible. Esas escenas que juegan con la danza, el movimiento, pero también con unas imágenes que están más allá, que son otro mundo. Laura es el ángel caído, la derrota de los demás. Uno más. En esta sociedad, en aquella sociedad (porque los crímenes pueden pensarse lejanos, pero no hemos ido mucho más lejos ni hemos mejorado en nada). El policía que investiga los hechos, interpretado por Francisco Reyes, es el perfecto reflejo de nuestra derrota. Una derrota sin esperanza. Su primera sangre es su última sangre. Después de todo, Primera sangre, a través de esas tres niñas (Javiera Paz, Valèria Sorolla y María Cerezuela; brillantes en sus papeles, como diversos estados de la infancia, incluida la muerte), después de todo, escribía, hay un cierto pesimismo, de aguas estancadas. Igual que falta esa edad intermedia (los maniquíes), ausente por asesinato. En esa evocación de los fantasmas y de los vivos, ni nada parece estar a salvo ni tampoco somos inocentes, por acción o inacción. Hablamos de fragilidad, como sin con esto estuviera todo salvado. Hay tantos lugares comunes en los que nos abismamos… Me gustaría pensar que una obra como esta, representada con tantos aciertos (aunque haya algunas cosas que se me escapan), debería llevarnos a pensar. Pero luego veo el teatro no demasiado lleno, por no decir medio vacío, y pienso que, si todo no está perdido, si gran parte. Un cuerpo lleno de cicatrices, de heridas, eso es lo que nos queda.