Las canciones, de Pablo Messiez (Continta me tienes) | por Óscar Brox

Pablo Messiez | Las canciones

Un ser humano dando algo hermoso no puede dejarnos cerrados, sin gesto, sin recibir”. Cuando los músicos Joan y Juan interrumpen la reunión familiar que tiene lugar dentro de la caja de música, una de las hermanas, Olga, les invita a escuchar la voz de Barbara Hendricks. Como escribe Pablo Messiez en el texto dramático de Las canciones, que acaba de publicar Continta me tienes, algo en la música suspende el tiempo y lo transforma. Ese gesto, casi un trance, me recuerda a la respuesta que ofrecía Juan Mayorga a propósito de la experiencia dramática del teatro: enseñar a escuchar, a fijarse y estar atentos. En ese punto, Messiez parece apelar a personajes y a espectadores, a un esfuerzo común, para dar vida sobre el escenario. Y lo hace a través de gestos aparentemente insignificantes, inofensivos, que solo cuando concentran toda su atención cristalizan en todo aquello en lo que consiste estar vivo, ser humano.

En Las canciones, Messiez lee al Chéjov de Tres hermanas y escucha, sobre todo escucha, a una colección de músicos que van de Leopoldo Mastelloni a Arthur Sullivan, de Nina Simone a Dalida. Chéjov proporciona el paisaje, la instancia dramática, la situación, los personajes y, también, esa forma tan peculiar de observar las cosas que el escritor ruso elevó a figura de estilo. La música, en cambio, es la sustancia, el elemento reactivo, las canciones que se viven y se interpretan hasta, casi, el colapso de los personajes: a veces como un movimiento azaroso, ligero y hasta grácil; a veces, como un shock que parte en dos a los actores (pienso en ese Iván [en la obra, Íñigo Rodríguez-Claro] poseído por la voz de Carmen Linares) o les conduce hasta el puro grito.

La edición del libro incluye una conversación entre Messiez y el cineasta Carlos Marqués-Marcet. En ella, Messiez habla de la puesta en valor de la palabra (y ahí queda reflejada la presencia de Robert Bresson, entre otras citas incluidas en el texto), de las canciones como portadoras y depositarias de sentido, así como también de la necesidad de evitar la distinción entre ideas y emociones, la separación entre cuerpo y alma predominante en el pensamiento occidental. Y en verdad resulta interesante pensar hasta qué punto en Las canciones la palabra se eleva por encima del texto; la emoción, el arrebato, por encima de ese todo. Basta recordar el paréntesis de 15 minutos en el que algo parecido a una catarsis une a actores y público, trazando un vínculo entre la escena y el patio de butacas. Solo hay movimiento, ritmo, agitación y tiempo; un reloj que corre una cuenta atrás y unos personajes que se vacían, que nos zarandean mientras los espectadores eligen libremente bailar, escuchar o conmoverse. Es la necesidad de expresar sentimientos, de compartirlos y, también, de prestar atención a lo que está sucediendo, a lo que les ocurre a los demás. Algo ha hecho clic, el pathos de la escena nos ha agarrado y no nos suelta, ni siquiera, cuando la volvemos a leer escrita en el texto editado.

Por encima de todo, Las canciones parece un cuaderno de apuntes para una experiencia sentimental. El mismo cuaderno en el que Miguel anota cosas al comienzo de la obra o ese otro, editado y publicado, en el que Pablo Messiez deja constancia del lugar del drama, de la función de las palabras y de esa otra función, la escucha, convertida en una experiencia plástica. En un gesto estético. Probablemente, leer un texto teatral resulte difícil, más aún si se hace tras ver la obra, con las imágenes y las voces pegadas a cada palabra. Sin embargo, creo que Messiez aprovecha la edición para dejar constancia de esa dificultad, de esa necesidad y de esa búsqueda. De cómo un drama teatral más o menos canónico se transforma en una experiencia sonora, casi táctil, mediante la cual se hace exterior todo ese mundo íntimo, cerrado y hermético que los personajes trasladan a la escucha activa de las canciones. De los recuerdos, las cicatrices interiores, los anhelos, los amores o los dolores. De cada uno de esos elementos que nos hacen humanos. Que nos enseñan en qué consiste estar vivo.


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