Nosotros no nos mataremos con pistolas, con dirección y texto de Víctor Sánchez Rodríguez (Teatre Talia, Valencia. Del 2 al 13 de septiembre de 2015) Con Laura Romero, Lara Salvador, Román Méndez de Hevia, Bruno Tamarit y Silvia Valero| por Óscar Brox

Víctor Sánchez Rodríguez | Nosotros no nos mataremos con pistolas

La profunda herida social que ha marcado (y continúa marcando) la crisis, no ha sido tan dura por el escenario de devastación económica en el que nos ha sumergido sino por la sensación de dejarnos sin palabras para abordarla. Sin un gesto estético propio, sin un pensamiento fuerte que estire el chicle del hastío, la amargura y la angustia intelectual para construir un grito de rabia. Para devolver el golpe, las expectativas frustradas y los anhelos que no llegaron a ser más que titubeos. Los que nacimos en los 80 nos hemos acostumbrado a la hiel, a la felicidad de ida y vuelta y a esa sensación de que pensamos demasiado. De que nunca una generación ha pensado tanto, tan intensamente, y en cambio ha dado tan poco. Solo lo efímero, lo transitorio, la borrachera de emoticonos sonrientes que brillan en la pantalla del smartphone. Nosotros no nos mataremos con pistolas es el canto fúnebre de esta generación, el examen detallado de sus pequeñas miserias y de sus dolores públicos. La crónica de ese estirón tan dramático que pegamos al alcanzar los primeros años de la madurez, cuando ya hemos aprendido a dar nombre a las cosas y nos dedicamos a buscar excusas para estar más cerca unos de otros. Quizá porque es la única manera de compartir nuestras soledades. De recuperar esa pizca de autenticidad que la vida adulta ha ahogado en un mar de palabras, en una maraña de pensamientos.

Víctor Sánchez aborda el retrato de esta generación en el marco del reencuentro de un grupo de amigos. La euforia de la reunión no oculta las heridas con las que el tiempo ha castigado a cada uno de sus personajes. Todos tienen un cargo de conciencia, un dolor y una espina clavada que delata su presencia en la casa de verano. Sin embargo, a Sánchez no le importa tanto enfocar la dramaturgia en el dolor de cada uno como mostrar esa imagen de conjunto. Ese retrato fracturado de unos amigos que han perdido lo fundamental: que han olvidado cómo hablarse, que no saben qué responder, a los que la tristeza les atraviesa de tal manera que solo pueden culpar al tiempo, a las promesas y a la felicidad del pasado por no haber durado lo suficiente. Por haberse agotado tan rápido, por no saber cómo resucitarla, con qué palabras se acorta esa amargura que atenaza sus vidas. Porque su obra habla del dolor y del miedo. Del miedo al futuro, con el que no dejamos de pensar, de intentar que no se nos escape. Del miedo a la soledad, porque ya no sabemos si amamos demasiado o demasiado poco, de forma voraz, impulsiva, repulsiva, individualista o indiferente. Del miedo al miedo, a necesitar tantas palabras que se nos hace un nudo en la garganta y no conseguimos desencriptar qué queríamos decir con todo eso. Qué tememos, por qué lo tememos y por qué no podemos hacer nada para dejar de temerlo.

A través de sus cinco actos y del epílogo, Nosotros no nos mataremos con pistolas reflexiona sobre esta edad incierta en la que nos hallamos. Tan paradójica como para alentar un espíritu político crítico que, tal vez, acaba siendo el más tolerante a la frustración. A la decepción ante esas buenas intenciones que nunca duran lo suficiente. Si tuviera que explicar la sensación que producen los diálogos de esta obra de teatro, no se me ocurriría otra respuesta que la siguiente: cuando la tristeza nos delata, cuando casi todo está perdido, hay algo dentro de nosotros que echa el freno de mano y comienza a dar rodeos para no enfrentar la evidencia. La experiencia real de la tristeza, como cuando los personajes de Sánchez escuchan los reproches cruzados con el miedo a que la próxima tanda los escoja como protagonistas. Los hiera, los descubra, les recuerde lo jodido que es vivir con ese cargo de conciencia a cuestas. Con esa falta de madurez que les lleva a picotear de un lado y del otro, a follar unos con otros para olvidarse al día siguiente. Placer rápido, efímero, zanjado con una excusa para no tener que levantar sospechas. Para no mostrar las heridas ni las cicatrices, las penas y el dolor por la vida que no tienen. La vida que se describe por su inacción, por el desmoronamiento de la fachada que han erigido desde el más puro instinto de conservación. Porque, nos dice Sánchez, esta generación solo ha aprendido a guardar las apariencias con ejercicios de nostalgia interesada. Pero, en cambio, no sabe estar triste ni tampoco cómo poner en marcha una revolución para recuperar el terreno robado.

Bajo su aspecto sencillo, con un decorado austero y unos personajes aparentemente cercanos, Nosotros no nos mataremos con pistolas pone a prueba el límite de nuestra tolerancia a la frustración. Las conversaciones de sus protagonistas siempre parecen detenerse antes de hundir más aún el dedo en la llaga. Se insultan, se echan en cara sus respectivas miserias, pero conceden un poco de espacio para la imperiosa necesidad que tienen por ser escuchados. Quizá porque, junto a la forma de hablarnos, esa es la gran pérdida de nuestra generación. Demasiado atribulada, demasiado preocupada por producir y por tener a su disposición cualquier lugar para expresarse. No tanto para escucharnos. Para entendernos. Para encontrarnos. Y qué triste resulta que, a medida que la obra avanza, el tiempo se detiene y con él los personajes. Hemos llegado demasiado tarde, nos dice el drama. Ellos no saben cómo hacer frente a la herida del presente, no tienen manera de atajar el problema si no es dándole un puntapié en dirección al futuro. A ese mañana en el que no hay que pensar mientras todavía sea hoy. Primero apuremos estos minutos y luego ya se verá.

Víctor Sánchez Rodríguez | Nosotros no nos mataremos con pistolas

La conclusión desoladora es que los mejores años de nuestra vida nos han servido como aprendizaje para herirnos. A los otros y a nosotros mismos. Para beber las mieles del éxito pasajero y llorar por todo aquello que se nos escapa, a cada segundo, de las manos. Aquello que, a falta de otro nombre, llamamos tristeza. Lo que se cifra en el abrazo que nunca llega, el polvo que nunca dura, las palabras que nunca se escuchan y la soledad que hace demasiado ruido. Tantas putadas y todavía no hemos aprendido a construir un gesto desde la rabia. Una respuesta airada, negarle a la realidad la otra mejilla. Por eso los personajes de Nosotros no nos mataremos con pistolas no aprenden de sus errores, sino que se limitan a aceptarlos como un lastre con el que pueden cargar. Porque quizá la alternativa sea demasiado dura o porque quizá sea demasiado tarde para una alternativa. Es el signo de este tiempo en el que las vidas extras de cada partida se agotan más rápido. En el que no hacen falta pistolas para matarse. Solo el gesto lánguido que consiste en aceptar que lo que se tiene es suficiente compensación para olvidar lo que no se va a tener. Que más vale una alegría intermitente que escuchar esa voz que ataca por el flanco más sensible. Cuando, de golpe, recuerdas aquella felicidad tan franca y natural, cuando vivir era tan sencillo, y te das cuenta de que no va a volver a repetirse. De que todo aquello acabó y no has hecho nada para construir un presente a medida que la vida se abría camino.

Decíamos antes que la crisis no ha fomentado en el ámbito del Arte un gesto estético propio, un discurso con el que hacerle frente. Pues bien, Víctor Sánchez quizá haya dado con la imagen del desastre, aquella con la que cierra su obra de teatro: cuando los personajes, frustrados porque una vez más se han visto superados por las circunstancias, entierran sus anhelos en la pantalla del smartphone. La luz del escenario se apaga gradualmente y el ensimismamiento de los protagonistas en ese microcosmos de emoticonos y mensajes breves es el último signo de vida antes del final. Y cualquiera podría pensar que todo está perdido. Sin embargo, los 105 minutos que comprenden la obra de Víctor Sánchez son una llamada de socorro, un grito de alerta, un puñetazo directo a la mandíbula de esta hermosa juventud. La respiración artificial que necesitamos para aprender a nombrar todas esas cosas que tanto nos aterran. Un brillante ensayo sobre nuestra relación con la tristeza, sobre todos esos motivos por los que no podemos dejar de vivir.

Víctor Sánchez Rodríguez | Nosotros no nos mataremos con pistolas


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