Las vacaciones de los Miller, con dirección y texto de Wanda Bellanza y María Zamora (Las Naves, Valencia. Del 3 al 4 de octubre de 2015) Con Helena Font, Héctor Fuster, Pablo Díaz del Río y Cristina Oliva | por Óscar Brox
Raymond Carver depositó en su obra literaria el mejor retrato de los sueños ajenos, de las vidas que se consumen en los anhelos y de esa clase media suburbial que, llegada a la madurez, destapa su frustración ante la soledad y el vacío. Vecinos, pieza corta aparecida originalmente en la revista Esquire, explotaba en forma de miniatura los complejos de un matrimonio modesto frente al estilo de vida que no podían abarcar. Precisamente este texto breve de Carver es la base de Las vacaciones de los Miller, la obra de teatro que Las Potras Company ha puesto este pasado fin de semana sobre el escenario de Las Naves.
Los Miller toma el original de Carver como punto de partida, situación y andamiaje dramático para contar la historia de dos matrimonios enfrentados a sus vidas interiores. Wanda Bellanza y María Zamora nos convencen de la actualidad de aquel vacío emocional sobre el que escribiese el autor de Catedral en 1971, y lo desarrollan a partir de una serie de escenas en las que palian el escaso diálogo de Vecinos con un derroche de esfuerzo físico por parte de sus actores. No en vano, todo el primer tercio de la obra presenta, con agradable comicidad, esa guerra de clichés, virtudes y carencias que trazan una aparente línea divisoria entre el éxito de los Stone y el conformismo de los Miller. Aparente, pues ese giro hacia la comedia que describe a los personajes de Bill y Arlene Miller refleja más que un anhelo imposible (poseer la vida de los Stone), su perseverancia para convertirlo en realidad. En esta primera parte es la energía de ambos la que muestra, con un punto de ternura, su asombro frente a ese universo de alcohol caro, cremas para la piel, perfumes y todos aquellos objetos, actitudes y detalles que definen al apartamento de los Stone y que los actores explotan a través de su comicidad. Y también la relación que establecemos con las posesiones como un medio para nuestra autorrealización.
Un punto atractivo de la obra es que, a diferencia de Carver, sus autoras conceden voz al matrimonio Stone. De esa manera, la sensación es que complementan la lectura inicial sobre el vacío interior de las clases modestas con una reflexión sobre la felicidad superficial que encierra la llamada burguesía. O cómo, en cierto modo, ambas parejas viven del anhelo de otra realidad. Frente al histrionismo de los Miller, cuya acción abarca cada palmo del escenario, los Stone se nos presentan como una extensión de la voz de Carver; en forma de fantasmales monólogos que lamentan (y lamen) las heridas del pasado. Aquellas que una vida cómoda no ha conseguido eludir, sino más bien alimentar. A través de silencios, de imposturas y de una frágil convivencia que apenas aguanta los diálogos que comparten con sus vecinos.
Hay que decir que el espacio de Las Naves permite una experiencia teatral diferente, más cercana al teatro popular. Y eso es algo que la dramaturgia de Los Miller sin duda agradece. Prácticamente toda la obra está montada sobre el patio, de manera que una línea invisible separa los apartamentos de ambos matrimonios. Así, Bellanza y Zamora aseguran unas transiciones de escena más dinámicas, acorde con el tono de comedia de situación con el que arrancan. Y como contrapunto, se valen del escenario como una suerte de espacio onírico para plasmar los sueños y los monólogos de sus personajes, en un encomiable esfuerzo por mezclar su personalidad creativa con el que sería el tono característica de Carver. Monólogos introspectivos que protagonizan los Stone en su intimidad, amparados por un único foco de luz que ofrece un lugar para cobijar su soledad. Para compartirla con el espectador en uno de esos momentos en los que los personajes encuentran las palabras para expresar su amargura.
Bellanza y Zamora han sabido leer el poso agridulce, a ratos bufo, que se traslucía en el texto original, sus entresijos y los pequeños detalles que nunca sobran en la prosa de Carver. Ahí queda la estúpida fantasía de Bill Miller mientras se prueba la ropa interior de la Sra. Stone, o la jugosa lectura que pone en relación la opulencia ajena de los vecinos con la libido disparada de unos Miller que distraen sus penas en la cama. Y es que en el fondo, Los Miller tiene un trasfondo de cuento moral, que sus autoras aprovechan para aportarle un poco más de dimensión dramática. Junto a los monólogos íntimos de los Stone figura también un número musical en el que Arlene Miller plasma, versioneando New York, New York, ese ambicioso mundo propio que no encuentra lugar o realidad en el que echar sus raíces. Solo el aparte que el juego de focos y las tablas del escenario le proporcionan para, durante esos pocos minutos, vivir como una estrella fugaz.
Los Miller es una historia de vicios pequeños, de los entresijos de esos sueños ajenos que tarde o temprano deseamos sustituir por los propios. Si el remate de Carver exponía la miseria interior de sus protagonistas, definitivamente a merced de las consecuencias de sus acciones, Bellanza y Zamora eligen cerrar la obra de forma coral, regresando al inicio. Así, una nueva cena, esta vez en casa de los Stone, nos muestra un retrato en el que la impostura y las frustraciones de ambos matrimonios quedan expuestas ante el espectador, sin que el lujo superficial o las habilidades sociales las disfracen bajo el aspecto de clichés y estereotipos. Y unos y otros brindan por todos aquellos valores que nunca podrán retener, por un mundo de apariencias en el que ya no existe línea de separación. Porque unos y otros, los Miller y los Stone, reflejan lo mismo. El vacío, la soledad, el discurso interior de una sociedad atenazada por sus anhelos imposibles.
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