La distancia (Teatre El Musical, Valencia. 19 de junio de 2016) Una producción de Bacantes teatro | por Óscar Brox

Bacantes teatro | La distancia

Un espacio para la memoria. Amanda comparece ante el público iluminada por un foco que la rescata de entre la oscuridad. Con las palabras justas para recomponer, a petición de David, los momentos previos al desastre. El instante en el que comenzaron a deshacerse los hilos que unían las vidas de una pequeña localidad de la provincia de Entre Ríos. La voz de David le exige, le ruega, casi le obliga a regresar a unas horas cuya huella permanece fresca en la mente de la mujer. A un día de verano, junto a su hija Nina y su vecina Carla. La voz de David la envuelve, diríamos, la asfixia, marcando continuamente los cambios de ritmo en el relato, la dirección por la que debe moverse su narración. Y, sin embargo, en esos primeros minutos de La distancia, uno tiene la sensación de que esas dos voces perdidas en la oscuridad son las últimas señales para entender la vida de un lugar. Para guiarnos a través de sus recovecos y hallar lo que ya no está. Lo que ha dejado de existir. La vida, las personas que lo habitaron. Las relaciones humanas que entretejieron y los vínculos emocionales que pusieron a prueba.

La oralidad del relato original escrito por Samanta Schweblin, prácticamente un diálogo entre dos voces que hablan desde la intimidad más profunda, tiene en la adaptación teatral orquestada por Pablo Messiez una intensidad similar. Desde que comienza la obra, somos testigos de esa reconstrucción emocional cuyo desarrollo va engarzando los recuerdos de unos y otros. Lo que Amanda pone en escena, a petición de David, y lo que este último corrige en su intento de llegar al meollo del asunto. A la distancia de rescate. Al cálculo aproximado de riesgos que todos llevamos a cabo para intentar tomar ventaja frente a un posible desastre. A la emoción que subyace en ese comportamiento. A lo que dice de personajes como Amanda y Carla, de su instinto maternal, de su lugar en ese ambiente rural, de la fuerza de unos vínculos que se presumen indestructibles. Para capturar el ritmo interno de la narración de Schweblin, Messiez y Elisa Sanz, encargada de la escenografía, construyen unas sencillas plataformas mediante las que dividir el espacio escénico. Habitaciones, lugares abiertos que, sin embargo, la tensión del texto vuelve angostos. Opresivos. Sin salida de emergencia. Iluminados tenuemente por la luz de los recuerdos, por la voz de Amanda, mientras el dolor viene y va, a medida que la sensación de soledad aumenta y la distancia entre aquel tiempo y lo que queda de él se hace más palpable.

Quizá una de las claves que mantienen la tensión dramática de La distancia radica en la sensación de equilibrio precario que anuncia que, en cualquier momento, todo puede acabar. No es ya solo la voz de David urgiendo a Amanda a explicar lo importante de la historia, sino la manera en que se cuenta. Con la palabra atropellada de Carla, la madre de David, a la que conocemos entre sollozos, derrumbada ante el peso de una realidad que la ha dejado sin aliento. O con las dudas de Amanda, que en verdad son nuestras dudas, cada vez que parece dar un paso en falso en el relato, mientras acumula detalles y más detalles. O con esa luz tan precisa, a cargo de Paloma Parra, que ilumina selectivamente lo que la memoria de sus protagonistas es capaz de rescatar, un hilo en la oscuridad, un relámpago breve que trata de poner las cosas en orden para la tranquilidad de la mujer. Que concede una cercanía, una intimidad, a un lugar que el texto de la obra nunca deja de advertirnos que es muy lejano. De ahí, pues, no solo la importancia de la dicción de las actrices, sino también de sus movimientos sobre el escenario, de cómo hacen sus cuerpos accesibles a un público que lee en ellos la angustia que, quizá, las palabras por sí solas no alcanzan a describir. La mueca de dolor en el rostro de Carla, la rigidez en el cuerpo de Amanda o el vaivén con el que el cuerpo de David, el hilo conductor que une y desune a ambas mujeres, se mueve por el escenario.

La distancia nos habla de nuestra tendencia a adelantarnos a la tragedia, de los vínculos profundos que cultivamos y del poso amargo que supone nuestra dificultad para mantenerlos a largo plazo, que es lo mismo que decir nuestra debilidad a la hora de reconocernos como demasiado humanos. Demasiado frágiles. Demasiado fugaces. Messiez lee el texto de Schweblin como una oportunidad para conceder relieve escénico a esas impresiones fugaces; para dibujar con luz, cuerpo y palabra el sentimiento postrero, la necesidad de coger con fuerza un vínculo emocional, maternal, instintivo, que se deshace a toda velocidad. Que está a punto de desaparecer y solamente el diálogo en plena oscuridad entre Amanda y David mantiene con vida. Y es que pocas veces la palabra ha jugado un papel tan importante, no tanto por lo que dice sino por el valor que le concedemos. De ahí que en esta obra el texto sea, prácticamente, una excusa para juntar a las actrices sobre el escenario, para reunir los jirones de aquella memoria pasada, para resucitar a unos personajes perdidos en la distancia de sus vidas.

Messiez y su equipo hacen de La distancia, una obra compleja por la cantidad de niveles y personajes que conducen la acción (casi se diría que es, en sí misma, una colección de monólogos sobre la memoria compartida), un espectáculo transparente. Una experiencia de poco más de una hora que el espectador sigue con el mismo nudo en el estómago que atenaza a su protagonista, consciente de la fugacidad de lo que se está narrando, como atrapar un rayo en una botella, incapaz de soltar o dejar de escuchar eso que la voz de Amanda nos cuenta al oído. Por ello, los cambios de luz, las transiciones entre escena, la dificultad que las actrices asumen para trasladar una tensión de manera serena, se traducen en un paisaje emocional de un lugar al borde de la desaparición. Los últimos momentos antes de la muerte. Las últimas palabras, los últimos detalles, que conservamos en la memoria de un ser amado. Los precarios hilos de vida que tratan de conectar aquel pasado remoto, ahora que la historia parece un poco más clara. El monólogo desnudo con el que una hija recuerda a su madre, con la complicidad de un patio de butacas que se encuentra a apenas un palmo de distancia, que puede escuchar su voz como si se tratase de una confidencia narrada al oído. Íntima. Secreta. Dolorosamente familiar. Y es que esas son las emociones que la obra pone en escenas, las memorias de unos fantasmas que se agitan por el escenario, entre deudas y dolores, para tratar de aclarar unos últimos pensamientos antes de que llegue el final. Un final, apoteósico, en el que la luz y la escenografía, los cuerpos y el drama, encuentran ese vínculo que tanto han anhelado durante la obra. El que une el, tal vez, único recuerdo de una imagen familiar con el cementerio de cruces que ha engullido a sus personajes. Rescatados, resucitados, recompuestos por la voz de una protagonista que, en verdad, no sabe qué más hacer para intentar no olvidaros. Que se pregunta, que nos pregunta, cómo mantener con vida un espacio para la memoria. Un lugar para la intimidad. Unas palabras para los que ya no están. Un hilo para las emociones que nos unen. Una vida, en definitiva.

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