Hamlet (Teatre Principal, Valencia.12 de junio de 2016) Una producción de Kamikaze producciones y CNTC | por Óscar Brox

Kamikaze producciones | Hamlet

Decía el traductor Miguel Martínez-Lage que cada generación debe hacer su propia traducción de los clásicos. Ajustarlos al aire del tiempo. Impedir que envejezcan. Dejar que se contagien con las formas artísticas contemporáneas. Sin duda, para Miguel del Arco y su equipo artístico Hamlet es una caja de resonancia mediante la cual investigar, desde sus posibilidades escénicas, las sombras de aquella Dinamarca de altas y bajas pasiones que tantos paralelismos puede establecer con el contexto actual. Con esa sustancia humana que tan poco ha cambiado con el paso de los siglos.

Este Hamlet se inicia, pues, en forma de pesadilla, a través de un vaporoso decorado en el que las cortinas se pegan a la piel de los personajes, proyectan (si más no materializan) sus sombras y plasman, como en un test de rorschach, la tormenta interior que los mantiene sujetos al escenario. A la tragedia que se cierne sobre la corona de Dinamarca. Al perverso juego de pasiones familiares que arrastra a sus protagonistas hasta la locura. No en vano, el único elemento que rellena el espacio diáfano del teatro es la cama que hace las veces de trono para los Reyes y de confesionario para Hamlet. Para dejarse llevar por el fantasma paterno que invoca la venganza reparadora de su asesinato. O para dejarse acunar por las desdichas de un príncipe que, antes que hombre, es sujeto. Leal a su papel, a la regencia, a los deberes que constriñen su impulso de libertad. Y me atrevería a decir que ese es el leitmotiv de la lectura que lleva a cabo Del Arco: la exasperante ligazón que aprieta y ahoga, que hunde en la muerte, y que marca a la figura de Hamlet no tanto por su locura sino, más bien, por su soledad. Algo que Israel Elejalde plasma con devoción en su papel protagonista, ya sea acomodando su cuerpo a ese personaje convulso, constreñido, devorado por unas alianzas que han ocultado su voz. O con la perfecta dicción con la que permite que Hamlet se balancee entre la fina ironía (cada vez que la obra carga su tinte satírico sobre las figuras de Polonio, de Rosencrantz y Guildenstern) y la más absoluta debilidad con la que se enfrenta a la verdad de las cosas. A la evidencia del mal. A la flaqueza de la esencia humana.

La soledad de Hamlet, atenazado por las pesadillas que le acosan en el lecho nocturno (y que la producción dibuja mediante un coro de voces que, como fantasmas, parecen surgir de su propia cabeza), tiene también un eminente peso escénico. Hamlet, podríamos decir, ese ese rayo de luz que el foco aísla en la escena, no tanto para crear un aparte que conduzca al espectador hacia el monólogo del personaje, sino para marcar la distancia abismal que lo separará, sin solución, del resto. Como una criatura caída, llevada en volandas por la precisión escénica de un espectáculo de ritmo prodigioso, sobre todo, en sus primeros actos. En el que Del Arco y su equipo se esfuerzan por crear imágenes de gran belleza; un ejemplo sería aquella que desgrana el amor terrible, frágil y herido de muerte, entre Hamlet y Ofelia, cubiertos por el vuelo vaporoso de una cortina en la que se proyectan los copos de nieve del invierno danés. Pura fantasmagoría que coloca a sus personajes en la frontera del sueño, casi como emociones descarnadas. Como sensaciones efímeras que describen un amor tanto o más fugaz.

Con sus licencias posmodernas, concentradas fundamentalmente en el episodio de las desgracias de Ofelia, Hamlet propone una actualización del texto shakespereano sin, por ello, adelgazar su gravedad ni matizar su gracia. Ahí queda, pues, el gracejo castizo que José Luis Martínez le concede a Polonio o los elementos burlescos que decoran algunas de las escenas de la obra. Sin embargo, sería injusto olvidar el tremendo esfuerzo de Elejalde por dotar a su príncipe de una fisicidad, un manojo de nervios, que define la tristeza infinita de su personaje como una sensación expansiva. Casi un objeto estético. Como el juego de luces, las transiciones entre escenas y la utilización de proyecciones. Como en ese baile de máscaras que precede a la caída de Ofelia, en el que Hamlet busca poner en escena los motivos de su soledad. De su actitud. De ese poder, de esas obligaciones, a las que se siente sujeto. Contra las que su humanidad nada puede hacer. Solo, quizá, dejarse mecer por la locura.

Es una lástima que solo se haya organizado una función, dentro del programa de Tercera Setmana, porque la apuesta de Kamikaze producciones y la Compañía Nacional de Teatro Clásico merecería un segundo pase. A más público al que llevar en volandas, pegados a las cortinas que esconden el paisaje de traiciones y pasiones, con este prodigioso montaje. Versión actualizada, nunca mejor dicho, de un clásico mediante el cual reflexionar sobre la sustancia humana, la flaqueza y la distancia, los vínculos que trasladamos a nuestras relaciones y el combate, más interior que público, que mantenemos con la soledad. Con esa sombra ominosa que se cierne sobre las espaldas de Hamlet, que agarrota sus movimientos, congela el escenario y acelera, pura tormenta, sus pensamientos. Que le recuerda cuán débiles son los anclajes de su humanidad. Qué fácil resulta caer en el abismo, junto a esas voces sin cuerpo que le hablan desde sus pesadillas.

[…]

Si no quieres perderte ninguna reseña de las que publicamos, puedes suscribirte a nuestra lista de correo. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.