Firmamento, de La Veronal. Idea y dirección artística de Marcos Morau (Teatre Principal) | por Juan Jiménez García
Antes de ver Firmamento, pensando en si escribiría sobre ella, pensaba que la danza siempre ha sido para mí pura abstracción. Pero una abstracción con formas, como pedía Francis Bacon. El caso es que, a la hora de escribir, es una cuestión de sensaciones, una transmisión de sentimientos, un asunto personal entre la creación y mi más profundo, mi más íntimo yo. La danza se convierte en una manera de alcanzarnos, entre la música, el movimiento y la imagen. Marcos Morau sabe mucho de encontrar un espacio personal entre todo esto y hasta ahora lo había podido seguir a través de grabaciones televisivas, que aun de calidad, no dejan de ser eso. La última, Afanador, en la que podemos encontrar elementos de escenografía que tienen su continuidad en Firmamento. Pero Firmamento es una obra de cámara, una obra para seis intérpretes y algún muñeco, para un espacio más reducido, más modesto. Con todo, conforme avanzamos, esto se desmorona ante su insólita multiplicación y unas dosis enormes de inteligencia escénica. La primera parte nos remite al anime, a Ghost in the Shell (la obra de Masamune Shirow que nos hizo pensar, hace ya sus años, en otros mundos posibles que se encontrarían en este), a la cultura japonesa, al espacio cerrado, la televisión, le llegada del compact disc. Ese mundo en aceleración, ese ascenso, luego descenso, luego continuidad del universo. Sí, está el texto proyectado de Carmina S. Belda y Pablo Gisbert, que le añade un contenido entre filosófico y poético al transcurrir de la obra. Somos continuidad, el universo tiene 13.500 millones de años, estamos viviendo cosas impensables, nos dirigimos, vertiginosamente, a un futuro incierto pero retador, y la inteligencia artificial solo es algo a lo que superar con aquello que esta jamás podrá tener. Soñamos, luego vivimos.
Las coreografías siguen la línea tan personal de La Veronal, pero aquí encontramos hasta la animación de un muñeco (varios). No hay que desvelar demasiado. Si la danza es abstracción, cada cuál encontrará su significado, para cada cual habrá un significado. En algún momento entra el cine. La escenografía (Max Glaenzel) alcanza un nivel que nos deja complemente alucinados (sí, esa es la palabra: alucinación). El dibujo sobre la pantalla en blanco (ya utilizado con resultados fascinantes en Afanador), nos entrega un mundo de multiplicidad del que también formamos parte como espectadores. Las dimensiones caen, se derrumban, el espacio se transforma una y otra vez de una manera casi incomprensible. Todo está permitido, todo puede ser alcanzado. Hemos salido de la habitación para alcanzar una nueva dimensión, como cantaban Los Planetas. Cae la noche, aparecen las estrellas, su luz se proyecta sobre nosotros, somos finalmente, aquello representado. Las butacas se han vuelto hacia nosotros.
La música es otro plano. Sonidos que evocan lo japoneses que llegamos a ser. Incluso esa puerta de salida con el farolillo encendido. Cómo crear un espacio emocional con apenas nada. O con mucho: de nuevo, todo ese despliegue de inteligencia escénica transformada en emociones. Pienso ahora: es absurdo intentar desmotar todos estos planos: si hay algo que contiene Firmamento, que lo conforma, es esa unidad de planos superpuestos. No hay momentos vacíos, nuestra cabeza sigue llenándose y llenándose de sensaciones y, lejos de agotarnos, seguimos acumulando más y más. Al final llegan los aplausos, los gritos, incluso, nos ponemos casi todos en pie. Excepto los expertos cervantinos, que decía Angelica Liddell. El pasado era eso. El futuro lo estamos construyendo en este tiempo presente. Una idea de futuro. Marcos Morau quería hacer una obra esperanzadora para la juventud, para aquellos que vendrán, partiendo de la suya propia. Momentos para creer en el arte, en la belleza y en los que nos sucederán.