Cine (Las Naves, Valencia. 22 y 23 de octubre de 2016) Una producción de La tristura y Las Naves | por Óscar BroxLa tristura | Cine

En el principio, un niño nos mira tras una cortina transparente, con las manos colocadas a modo de visera y la curiosidad despierta. En ese preciso momento en el que todavía no sabe, no conoce, todas esas palabras importantes que la edad le proporcionará. La edad o la madurez, la responsabilidad y la identidad. Cuando empiece a echar las cosas de menos, a acumular pasados y, tal vez, a imaginar futuros. El cine es movimiento, narración, relato. Y la nueva propuesta escénica de La tristura juega con ello, con esa mirada infantil, para proponernos una road movie teatral sobre la identidad. La de su protagonista, Pablo, y la de una España convenientemente desdibujada por sus transiciones y cierres políticos, que rebrota tras el malestar de los casos de niños robados o de la angustia (generacional) por vivir un presente robado de otra forma. A golpe, quizá, de falsas esperanzas.

Cine abarca lo grande y lo pequeño, la historia íntima y la reflexión general, el rostro propio y la cara ajena. En un decorado sobrio, un modesto patio de butacas aparece iluminado por unas minúsculas bombillas con las que sus creadores asociarán varias metáforas: las conexiones neuronales de nuestra mente, la nebulosa del espacio, la gradación de la intensidad emocional con la que los protagonistas emprenden sus diferentes búsquedas… Y es que, como decíamos, Cine es la historia de una búsqueda. La de Pablo y su familia original, pero también la de Pablo y la madurez. La de todos esos rostros anónimos, actores de un momento de cambio, perdidos en el tiempo. Como si ya no existiesen, ni tampoco el entusiasmo con el que enfrentaron un momento crucial de la Historia. Por eso, la propuesta de La tristura se desdobla en dos partes: la íntima y la, digamos, teórica. La de esa investigación académica que Alejandra (Itsaso Arana) quiere emprender como proyecto artístico: lo moderno es amar.

Que un cantante como Pablo un Destruktion sea la voz que nos guie a través de Cine parece completamente lógico ya desde el mismo inicio, bajo el arrullo de Ganas de arder, de todas esas pequeñas palabras que hablan de amor, de vida y, también, de madurez. Con las que La tristura esboza el viaje de su personaje, de Madrid a Donosti y de allí a Turín, entre reservados de un bar, cabinas de grabación y habitaciones de hotel. Mientras, en paralelo, reflexionan sobre cómo nos afectan esos vaivenes, esa indeterminación, cada vez que intentamos pensarnos, expresar quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y qué es lo que podemos hacer en adelante. Cada vez que buscamos un lugar en el que echar raíces o cada vez que intentamos reconocernos al mirarnos en el espejo.

Las escenas se suceden con tanta fluidez que es difícil no sentirse absorbido por las emociones que desprenden los personajes. Por la ternura con la que Alejandra despide su último día de clase. Por el gracejo con el que Pablo flirtea, mientras cantan Gino Paoli o Patty Pravo, con la camarera del hotel. O por esa desesperada intimidad con la que las mejores palabras de amor se pierden en un contestador automático. Todo ello, por cierto, susurrado al oído del espectador, pues la obra se sigue a través de auriculares. En parte, para articular las diferentes voces escénicas sin presencia corporal, en parte para trasladar al público esa sensación de pertenencia, de extrema cercanía, con la que todo parece acontecer tras la cortina transparente del escenario.  Cercanía que embarga a los actores, a sus miradas, al gesto pícaro de los niños, a los cuerpos que buscan un poco de intimidad para contarnos sus secretos. A las caras, todavía jóvenes, sin casi historia, que precisamente por eso necesitan ponerse en marcha para construir un presente.

Cine se puede leer desde diferentes escalas, a partir de la ambición con la que La tristura articula su propuesta. Quizá la más bonita sea entender que esta obra habla sobre la épica del crecer, de la madurez que uno adquiere casi sin percatarse y que le persigue a cada nuevo gesto, a cada nueva memoria acumulada en su interior. Y es ahí, en ese drama para nuestro país, el de la memoria que siempre se olvida, donde Cine vuela más alto. Con más fuerza. Con la suficiente madurez teatral que los años de trabajo en escena le han proporcionado a sus creadores. Y es allá, en el drama pequeño, en las canciones de Pablo, las imágenes de Alejandra y los múltiples roles de Fernanda Orazi (¿acaso una de las mejores actrices del teatro actual?), donde mejor se siente Cine. O, precisamente, donde más se entiende la mirada curiosa del niño con el que se abre la función. Cuando poco a poco miramos en nuestro interior para ver qué ha sido de nosotros, de nuestra vida. Para advertir cuál es el rostro que nos merecemos. Lo que queremos ser. Esas palabras que susurrar al oído.

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