Todo el tiempo del mundo, de Pablo Messiez. Una producción de Buxman Producciones y Kamikaze Producciones (Tercera Setmana. Teatre Principal, Valencia. 15 de junio de 2017)  | por Francisca Pageo y Juan Jiménez Garcia

El teatro, arte del recuerdo. Es imposible volver sobre una obra de teatro sin recurrir a él. No hay nada donde consultarla, donde volver a encontrar esos instantes en los que estuvimos, juntos. Ningún medio nos los puede devolver. Ningún archivo, ninguna grabación. Todo eso será otra cosa. Sí, cualquier arte es un arte del instante, pero eso el teatro vive como un recuerdo. Deformado, cierto. Pablo Messiez reflexiona precisamente sobre el recuerdo, y al final todo se confunde en nuestras cabezas.

Todo el tiempo del mundo es la historia de una familia, y, por tanto, de la memoria (no de lo que ocurrió realmente, sino de aquello que creemos, que, después de todo, es lo único real). La memoria que ya fue, la que está presente, la que está por llegar. Historias que se entretejen unas con otras, que ya no son suyas únicamente, sino que pertenecen no al abuelo, o las mujeres, tantas, que pasaron por su vida. Vida familiar o profesional. El señor Flores, abuelo del autor, tiene una zapatería de mujeres. No es casualidad que el negocio sea algo dedicado a ellas, ¿no es cierto? La historia del señor Flores es la historia de ellas. De las que fueron, las que vendrán y las que están.

Flores es hijo, es amante, es padre. Tres maneras de sentir y tres maneras de emocionarse. Todas distintas entre sí, pero unidas una vez que uno nace. El hijo, que se siente desprotegido, que en realidad no es hijo de su madre, sino de su tía. El amante, que persigue a la mujer, la mujer con el síndrome de Rita Hayworth, la mujer que entremezcla palabras, que las olvida y las vuelve a crear. El padre, que no sabe cómo comunicarse con su hija ni su hija con él, pero que hace crear en el silencio todo el mundo de palabras que se dicen sólo con mirarse.

Todo el tiempo del mundo es toda la memoria del mundo. O toda la belleza del mundo, que decía Jaroslav Seifert. Es todo aquello que ansiamos, lo que anhelamos, lo que deseamos; así como también lo es con todos nuestros miedos, todo lo que nuestro corazón va recogiendo. Semilla a semilla, paso a paso. Y así, mientras vemos la vida pasar en cinemascope. Porque Messiez, con su puesta en escena, nos muestra una película de fantasmas. Unos fantasmas que llegan sin ser convocados para encajar las piezas de un puzle loco pero cierto. Hay ternura por todos lados y vértigo y miedo. De encontrarse con aquellos otros que son parte de uno mismo.

Una obra repleta de inteligencia. En su propuesta y en llevarla a cabo. En sus luces y en sus sombras. Y en la elección de actores. En primer lugar, Íñigo Rodríguez Claro, invocador involuntario de espíritus. Suena The fairest of the seasons de Nico. Mientras los actores salen al escenario, confundidos con el público, y luego, más adelante. Y todo quiere decir algo, todo nos dice algo. ¿Qué nos quedará de esta obra? ¿Qué recuerdos? ¿Qué habremos logrado atrapar, conservar? Tal vez más de lo que ahora somos capaces de entender. Un puñado de maravillosas sensaciones, irrepetibles. Y recordamos lo que dijo Goethe: ¡Detente, tiempo! Eres tan bello.

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