40.000 kms, una producción de Teatro club social (Sala Russafa, Valencia. 10 de junio de 2018)  | por Óscar Brox

40.000 Kms arranca como una suerte de making of, en el que su cuarteto actoral explica el estudio social que funcionó como casting y posterior construcción de la obra. La búsqueda de las experiencias de cuatro inmigrantes en el Chile contemporáneo: un haitiano, una española, una boliviana y una argentina. El proceso de inserción en la sociedad chilena, en sus costumbres propias y, claro, la manera en la que ese proceso ha afectado a la herencia, las raíces personales, que traían en su equipaje. Raíces que, al fin y al cabo, en un mundo lleno de documentos, tratados y visas, son el verdadero carnet de identidad. En ese arranque, decíamos, queda especialmente patente la finísima línea que recorrerá el drama de la obra. La sensación de que apenas ha hecho falta el trabajo de la ficción para poner en escena los testimonios de sus personajes. La claridad con la que cada uno deja hablar a su memoria para recordar, más que de dónde viene, quién es en el seno de una sociedad desconocida.

La mayoría de problemas que explora Teatro Club Social en el ambiente de la sociedad chilena no nos son desconocidos. El racismo, el clasismo, el gueto en el que se reúnen inmigrantes de un mismo pueblo frente a las reservas de la sociedad que los acoge, la represión o la falta de asideros a los que agarrarse cuando azuza el sentimiento de nostalgia son algunos ejemplos. Sin embargo, la compañía chilena (en un ejercicio de inteligencia dramática) nunca eleva la voz ni tuerce el gesto de sus personajes, invitándonos al público a tomar cada una de sus declaraciones y armar con ellas las preguntas, también las respuestas, que flotan sobre el escenario. Porque más que el grito desesperado, lo que escuchamos en 40.000 Kms es cómo se organizan nuestras sociedades, qué y a quiénes se coloca en los primeros escalafones y cuál es la incidencia real de las doctrinas que buscan eliminar fronteras para así poder encontrarnos unos con otros. Todo ello, en forma de pequeños relatos, vivencias y evocaciones de las vidas de unos personajes que siempre palpitan sobre el escenario. Cuyas vidas, esbozadas entre infinitos saltos alrededor del globo, se esfuerzan por acercarnos. Por hacernos sentir acaso una pizca de lo que ha significado su viaje, sus intentos de inmersión, la mirada del otro clavada sobre la nuca y la lengua extranjera resonando en los oídos.

Durante su breve recorrido por el drama de sus cuatro personajes, 40.000 Kms se muestra transparente en sus intenciones, poniendo el relieve en las palabras con las que los actores dibujan y sitúan un lugar en el mundo. Porque en verdad la dificultad está en localizar ese lugar, hacerlo suyo, en el seno de una sociedad que los juzga con la mirada severa del país de acogida. Que convierte a la actriz en esteticien, que no acaba de entender los raptos de melancolía cuando se añoran las rutinas de la vida anterior o que adolece de una falta de paciencia para tolerar el tiempo necesario para adaptarse a un nuevo entorno. De ahí, pues, que Teatro Club Social no pida de nosotros comprensión, que en ocasiones es el camino más fácil para zanjar las causas de un problema, sino atención. Acercar el oído. Escuchar. Atender a lo que sus personajes cuentan a apenas un palmo de las butacas, paradójicamente, a propósito de la larga distancia emocional que los separa de su nuevo contexto.

La combinación de las vivencias propias de sus actores con el trabajo de la ficción permite encontrar un punto de equilibrio en el que el drama no se imponga al testimonio, y viceversa. En el que las lágrimas no empañen la vista cuando se trata de analizar los procesos de adaptación cultural. Por eso, sobre todo pasados unos días, 40.000 Kms crece en el recuerdo al pensar en la calma, en la fluidez, con la que sus cuatro actores ponen en escena cada monólogo vital. Cómo se agrupan, cómo destacan sus puntos de contacto y también sus individualidades, cómo vindican unas raíces y, asimismo, el deseo de formar parte de su país de adopción. Y cómo bajo toda es calma flota la preocupación de una compañía teatral que busca en la mixtura entre documento y ficción los argumentos para entender cómo nuestras sociedades avanzadas no son capaces de dejar a un lado los prejuicios para abrazar y asimilar el salto entre culturas. Ese lenguaje íntimo que nos permite reconocernos en las diferencias.

Tal vez 40.000 Kms sea una producción atípica, en la que el ardor político, si más no humano, hay que buscarlo entre líneas, en su defensa de unos personajes a los que nunca deja de escuchar. Pero es, sin duda, la clase de teatro social, a ras de suelo, al que hace falta acudir. O sentir. O vivir. En el que los rostros de sus actores, clavados en el modesto escenario, nos hablan a través de sus experiencias humanas del único encuentro cultural posible. Un largo monólogo dramático para entender la fuerza de unas raíces, la nostalgia como equipaje, el futuro incierto de una sociedad que no ha llevado a cabo ese cambio de pensar para adaptarse a la realidad del presente.

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