Juguetes rotos, una producción de Producciones rokambolescas (Teatre Principal, Valencia. 14 de junio de 2018) | por Óscar Brox
La premisa de Juguetes rotos nos sitúa en la España reprimida del tardofranquismo para reflexionar sobre el lugar de la identidad sexual en un país y una cultura que marginaban o, en el mejor de los casos, encerraban en los límites tolerables del folclore a todas aquellas personas que no encajaban. A homosexuales y transformistas que huían de la vida en provincias en busca de un refugio en las grandes ciudades. En los espectáculos de variedades, en las pensiones y callejones, los salones de belleza o el efervescente Paral·lel barcelonés. De un refugio, pero también en busca de la necesidad de reconocerse frente a los estigmas sociales que arrastraban. De una vida violenta y rural, machista y dura, que no podía, que no sabía cómo lidiar con la diferencia.
El decorado, una sucesión de jaulas metálicas, ilustra ese sentimiento de represión que acompañará al personaje protagonista, Mario, durante sus diferentes etapas vitales. En su incapacidad por encontrar un poco de comprensión en un entorno hostil y bruto, encerrado en una dimensión de las cosas. Y el actor Nacho Guerreros, con la complicidad de Carolina Román, nos conduce por esos paisajes dramáticos en busca de una identidad. A través de los primeros encuentros sexuales, del desprecio familiar hacia la diferencia que representa o de esa vida en una Barcelona un poco más cosmopolita en la que descubre cómo vivir su sexualidad. De las redadas policiales, la ley de vagos y maleantes, los abusos en los calabozos, la soledad y la enfermedad. O, simplemente, de su encuentro con Dorín, una transformista a la que conoce en las calles de Barcelona, quien le animará a moldear su identidad de género.
Por así decirlo, Juguetes rotos posee un ritmo casi cinematográfico, con rápidas transiciones entre escena, efectivos cambios de iluminación y, en líneas generales, una dramaturgia capaz de comprimir las experiencias de su personaje central en apenas una hora de función. Con escenas que funcionan por sí solas, como retazos de unas vivencias de la homosexualidad en la España de los 60 y primeros 70 cuyo lento aperturismo, sin embargo, destacaba más en contraste con los guetos y márgenes en los que los homosexuales trataban de sacar adelante sus vidas. Y en la obra destaca la composición del actor Kike Guaza como Dorín, el mejor retrato de esa España herida, que vive su identidad sexual con una mezcla de éxtasis y represión. Con momentos fulgurantes como la interpretación musical de cherchez la femme, y con otros como los últimos instantes de una enfermedad que acabará con su vida.
Guerreros interpreta a un Mario ingenuo, que arrastra los complejos de la vida de provincias mientras se hace a las hechuras de su nueva educación sentimental en Barcelona. A la Barcelona de los salones de belleza, del lumpen y los marineros extranjeros que atracaban en el puerto en busca de amores fugaces. Un lugar en el que respirar y aprender a vivir una identidad propia sin el peso de la mirada hostil del otro. Por mucho que la obra apenas deje espacio para una pizca de felicidad a sus personajes, golpeados por una época que no mostraba piedad y reconocimiento ante lo que, a ojos de la justicia, eran vagos y maleantes. De ahí, precisamente, que el arranque de Juguetes rotos nos presente a Mario ultimando los detalles para el entierro de Dorín. De un Mario en plena transición a Marion. Hacia una identidad de género que casi palpa con la punta de los dedos y que, en los últimos momentos de la obra, estalla ante el patio de butacas en la mirada satisfecha de su protagonista.
La solidez de Juguetes rotos se basa, fundamentalmente, en el trabajo de sus dos actores, que logran insuflar autenticidad a esa colección de imágenes de la España negra que todos, las hayamos vivido o no, tenemos en la cabeza. En su esfuerzo para no caer en el cliché, en la afectación o el drama precocinado para espectadores convencionales. Si bien es cierto que a la obra le falta un poco más de intensidad, de desbordar la contención con la que Mario nos explica su vida, de dejarse llevar un poco por el frenesí de aquellas vidas que no se conformaban con habitar los márgenes. Que vindicaban su lugar en el mundo. Y que la obra no acaba de transmitir completamente, quizá por la limpieza, por la fluidez, de su montaje de escenas, por esa sensación de primar la evolución de su personaje central sin ahondar en su proceso de identificación sexual. En parte, porque la obra parece centrarse más en denunciar la represión con la que se vivía y el poco espacio que quedaba para experimentar otras formas de vida.
Con todo, Juguetes rotos supone un interesante acercamiento, en forma y fondo, a una época cuyas heridas, paradójicamente, permanecen todavía abiertas. Un ejercicio de reflexión no solo sobre la identidad de género, sino sobre la represión y la pretensión de una sociedad normal. Sobre esa vida de provincias en oposición a las aspiraciones cosmopolitas de las grandes ciudades. Y sobre el submundo, auténtico tesoro nacional, del Paral·lel barcelonés, cuyas historias, pequeños dramas y personajes icónicos, encierran otro relato para entender los cambios que tuvieron lugar en España antes de la Transición. En esa España negra que fue escenario de reivindicaciones y lamentos. De altas y bajas pasiones.
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