Doña Rosita, anotada, de Pablo Remón (Teatre El Musical, Valencia. 28 y 29 de mayo de 2021)  | por Óscar Brox

Y me pareció entender lo que Lorca estaba haciendo: estaba recordando. Recordando su infancia. A las mujeres de su infancia. Y eso tenía que hacer yo.

Entendí que la obra no va sobre la honra o sobre la condición de la mujer a principios de siglo, no va sobre si Rosita lleva mangas de jamón o sombrero. Va sobre el tiempo. Sobre lo que el tiempo hace a las personas. Y eso, como todos los que estamos aquí, sí sé lo que es.

Hace unos meses leía Fantasmas, la edición de La uña rota que recoge las dos últimas piezas teatrales de Pablo Remón: El autor y su incertidumbre y Doña Rosita, anotada. La palabra, fantasmas, podría englobar buena parte de la obra de Remón. Está presente en las familias maltrechas que protagonizan sus trabajos (de La abducción de Luis Guzmán a Los mariachis, pasando por 40 años de paz) y en el trasfondo de una España grotesca que aún no ha lamido todas las heridas que dejó el tardofranquismo. Se palpa en la cultura de la que beben sus criaturas y en los diálogos, tan punzantes como los que escribía, por ejemplo, un Ángel Fernández-Santos para el cine de Regueiro. Y es curioso porque siempre he tenido la sensación de que Remón comenzó su teatro desde los diálogos. Aquí hago un paréntesis: la primera obra que vi fue Bárbados, etcétera, que es al mismo tiempo una fantasmagoría sobre la vida conyugal y un inventario bestial de ideas, conversaciones y monólogos. Así, en crudo, en un escenario completamente desnudo en el que sus dos actores, Fernanda Orazi y Emilio Tomé, (com)ponen el espacio y el drama.

La cosa es que el teatro de Remón ha evolucionado hacia obras tan sólidas como El tratamiento y hacia gestos creativos, ya reconocibles, como esa especie de narrador meta que coloca, de alguna manera, al propio dramaturgo sobre el escenario. Con Doña Rosita, anotada sucede como con Así que pasen cinco años, de Atalaya, o las Bodas de Sangre según Pablo Messiez. Son visiones, versiones, heterodoxas de Lorca, pero lo emocionante reside en observar cómo cada uno de sus directores lee al escritor granadino en escena. De qué forma mantiene vivas sus palabras. Para Remón, ya lo dice la cita al comienzo, Lorca conjuga memoria y lugar. A las personas y las cosas de su infancia y cómo ha actuado el tiempo sobre ellas. Pero eso sería decir poco: Lorca es también sus palabras y esa manera tan hermosa de recitarlas (y en verdad Fernanda Orazi las dice estupendamente); el embeleso con el que envuelve una tragedia pequeñita con los mejores ropajes dramáticos. Y, por encima de todo, Lorca son unas coordenadas literarias que nos trasladan a una España herida, casi moribunda, al borde de la desaparición.  

Doña Rosita, anotada parte del gesto de Remón de convertirse en personaje de la obra, aquí bajo los rasgos de Francesco Carril. ¿Personaje? Por ser fiel a su título, sería mejor decir lector, comentarista; incluso, dramaturgo. Porque, sin cargar las tintas de la autoficción, o dejar que se vean demasiado las costuras de su retrato familiar, Remón se las apaña para remezclar el texto lorquiano con su propio texto. Para serle fiel y a la vez desmenuzarlo, subrayar y garabatear, avanzar y rebobinar. Aquí las tías de Rosita toman la forma de la familia castellana de Remón y el compás de espera de esta por aquel pretendiente que marchó a Tucumán se convierte en el retrato de la inevitable descomposición familiar. Lo que quedan son los objetos, los diálogos y las conversaciones repetidas hasta la saciedad, que son el caldo perfecto para que el autor recuerde su infancia, sus pérdidas y la forma con la que debe negociar con cada una de ellas ahora que las observa desde el prisma de su madurez.

Sorprende el silencio en escena de Doña Rosita, anotada. Cómo Remón la ha despojado de muchos tics de sus anteriores obras, acaso más propios del cine, para dejar que sean los intercambios entre sus actores los que marquen el ritmo, la pausa y la transición. La caída de cada pieza del escenario y la entrada y salida del texto lorquiano. Fernanda Orazi está maravillosa en su amplitud de registros, de matices y tonos dramáticos, con su comicidad y con esa melancolía entreverada con la que lee a una Rosita para la que el tiempo, siempre, pasa. Por mucho que las palabras pretendan detenerlo. Pero es justo destacar, también, a Elisabet Gelabert, ya sea como tata rumana o en esa emocionantísima coda en la que interpreta a la madre del autor. Recordemos: siempre hay un fantasma, y esta obra casi parece corporeizarlo en la forma tan expeditiva de Remón de traer a colación su memoria familiar.

Al escribir sobre Fantasmas hablaba de cómo la escritura da testimonio para que, de alguna forma, no nos olvidemos de cualquier cosa. Así, tan aparentemente fácil. Con Doña Rosita, anotada me sucede que la disfruto como si fuese transparente, sin dobleces ni engranajes secretos que accionan convenientemente las palancas del drama. Porque, casi por adelantado, Pablo Remón me ha convencido de la facilidad con la que volcamos la ficción sobre la realidad; de la facilidad con la que transformamos cualquier gesto en teatro. Ese raro costumbrismo, que en su teatro adquiere las maneras de un narrador o de un personaje que dirige la historia (y debo decir que Francesco Carril lo hace), juega con nosotros del mismo modo que Remón con el texto de Lorca. Para enseñarnos cómo se construye la ficción, para construirla él mismo en escena, convirtiendo a su propia madre, con ese pequeño monólogo nunca antes recitado, en un personaje lorquiano más. Otra flor dentro del jardín de Rosita.

Daniel, el hermano de Remón, publicó recientemente Literatura, novela que traza no pocas líneas paralelas sobre la obra teatral (y las circunstancias familiares) de Pablo. Y en ella me quedo con una idea, con un propósito: el tiempo es un juguete que construimos a través de la ficción. Escribiendo, en definitiva. Porque creo que eso mismo hace Doña Rosita, anotada en escena. Escribir, reescribir, adaptar y transformar, leer y comentar el texto de Lorca, adorarlo, asaltarlo y apropiárselo. Hacerlo, una vez más, teatro. De eso se trata, ¿no?


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