Birdy, Watcher e Inverted Tree, una producción de Hisashi Watanabe y la Hung Dance Company (La Mutant, Valencia. 17 de junio de 2018) | por Óscar Brox
Conviene empezar con una sensación, a rebufo de lo que vivimos hace unas semanas con el paso de Romeo Castellucci por el Festival 10 sentidos: hay que celebrar que creadores como los de la Socìetas Raffaello Sanzio o el mismo Hisashi Watanabe recalen en una ciudad como Valencia, culturalmente emergente pero habitualmente perezosa a la hora de aventurarse y descubrir otras expresiones artísticas y discursos escénicos; esas artes vivas, en definitiva, que reclamamos como una lógica evolución del teatro. Por mucho que la palabra clave de todo esto ya esté dicha: descubrir. Acudir a las salas y espacios con la necesidad de dejarse llevar, ser zarandeado, por un tipo de propuestas, cuando no de culturas, a las que resulta difícil acceder por su distancia. Algo que, huelga decirlo, reviste de un cierto misterio programas como el que ofreció La Mutant con Watanabe y la taiwanesa Hung Dance Company como protagonistas.
Tres piezas breves, tres muestras de danza que aúnan lo contemporáneo con las artes marciales, el circo y las herencias estéticas de sus culturas de origen. Tres momentos sublimes que se vivieron como un descubrimiento. Tanto Birdy como Watcher, las obras de la Hung Dance Company, partían de coreografías de Hung Chung-Lai. Sin embargo, Watcher se apoyaba en la mitología griega para reconstruir, a través de movimientos y técnicas propias, esa figura del gigante con cien ojos. En cambio, Birdy destacaba, nada más iluminar el foco a la bailarina, por la enorme pluma flexible que coronaba el tocado de su cabeza. Larga pluma de cola de Faisán que simbolizaba en la ópera tradicional china el poder y las habilidades, la pareja de bailarines convertían ese motivo en una bellísima metáfora sobre la libertad y la dificultad para conseguir aquello que nos dice el corazón. Un baile, unos movimientos, una mezcla de fragilidad y fuerza, que resultaba arrebatadora por su forma de dibujar imágenes sobre el escenario. Por esa sensación de apoyo y reclusión que atenazaba los músculos de su protagonista cada vez que trataba de surgir del pequeño espacio recortado sobre el negro del escenario para erigir su cuerpo con la misma firmeza con la que se mantenía recta la pluma de su tocado especial.
Las dos piezas breves de la Hung Dance Company acompañaron al momento cumbre del programa: la actuación de Hisashi Watanabe. En un primer instante llamaba la atención la sencillez de la escena, con Watanabe y un puñado de bolas con las que no dejaba de jugar en la más pura tradición circense. Y, sin embargo, uno no podía dejar de mirar sus movimientos como una suerte de aprendizaje; una inmersión en los primeros pasos, titubeantes a la par que ansiosos por pisar la tierra, de una criatura. Evolución sería la palabra. Dedicación y tenacidad, lo que despertaba la capacidad de Watanabe para metamorfosearse en un animal. En un ingenuo salvaje dedicado a juguetear en el escenario con las pelotitas mientras llevaba a cabo esa coreografía de primeros movimientos. Porque eso era lo conmovedor: la sensación de invitarnos a observar una creación casi única, los primeros pasos de un animal, de una forma de vida, de un número de danza nunca antes visto con esa intensidad. Lo que, en definitiva, nos llevaba a imaginar qué podía ser eso, subrayado por los sonidos de una naturaleza salvaje que nos transportaban al claro de algún bosque remoto.
Sin pretender caer en un exceso orientalista, resulta difícil no reconocer, además de la maestría y la depuradísima técnica de sus protagonistas, la capacidad de sorpresa que aportó el programa de danza. La sensación de descubrir otros mundos, otros lenguajes para expresar emociones que nos son cercanas. El aprendizaje de una forma de entender el cuerpo y, asimismo, de crear imágenes con el movimiento de músculos y articulaciones. De crear y habitar el espacio escénico y transportarnos a otro lugar, diferente sin por ello ser menos conmovedor, en el que entrar en contacto con un tipo de danza que, al finalizar el espectáculo, ya no podemos quitarnos de la cabeza. En efecto, lo de Watanabe y la Hung Dance Company fue un pequeño milagro, uno de esos instantes breves que afortunadamente perdurarán en la memoria. Y una llamada de atención a la necesidad de recordar que el teatro, la danza o las artes vivas, son ámbitos en los que se crean (y se cree en) ideas. De ahí que la pequeña muestra asiática fuese un aperitivo, el prólogo para aventurarse a un mundo que nos propone una forma diferente de interacción con el arte y la cultura. Una forma diferente de entender el mundo. De habitarlo y sentirlo. Aspectos, todos ellos, que pudimos vivir en toda su intensidad durante los pocos minutos que duró esta inolvidable función.
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