Classe, de Guillermo Calderón (Carme teatre, Valencia. Del 4 al 11 de marzo de 2018)  | por Óscar Brox

Supongo que es una cuestión de edad notar cómo se agiganta esa brecha entre la juventud de ayer y la actual. Entre los asquerosos arrebatos de nostalgia de un tiempo pasado y la vitalidad con la que un adolescente emprende sus primeros pasos por el mundo. Lo fascinante de la juventud es que aún no tiene que borrar nada de su memoria. Tiene derecho a equivocarse, a la rebelión o a la vergüenza, como instantes de un despertar a la madurez que, puede ser, lo trastoque todo. O lo barnice con ese molesto sentido común que hoy en día puede pasar por abrazar al capitalismo a la desesperada, ponerse el traje de los domingos para ir al trabajo y esquivar, con bastante indiferencia, esa porción de instancia crítica que la realidad nos exige si no queremos convertirnos en unos perfectos gilipollas.

Al comienzo de Classe, una barricada construida con libros y materiales de estudio separa al público del escenario; lo que sucede entre el profesor y su alumna y esa revuelta estudiantil en tiempos del Plan Bolonia que tiene lugar fuera del aulario. Entre el grupo de estudiantes que sale a la calle para reclamar una educación mejor y, quizá, la alumna que quiere explorar con un poco más de profundidad esa exigencia. Que encuentra en su profesor el lugar, más que la persona, desde el cuál reflexionar sobre la educación, la juventud y el porvenir. Lo que se gana y lo que se pierde. Lo que se vive y lo que se trunca con la experiencia de vivir. Lo que podemos esperar y lo que, a pesar de todo, nunca conseguiremos atrapar.

Profesor y alumna se sumergen en un combate de monólogos y silencios (y estos últimos, en ocasiones, acaban convirtiéndose en un diálogo secreto entre los actores, entre sus cuerpos y miradas), en el que el texto de Guillermo Calderón pone en liza algunos de los aspectos comentados: ¿Qué se trata de defender cuando acudimos al rescate de la educación? ¿El futuro? ¿El derecho a poder equivocarnos en la vida? ¿La vitalidad a la que renunciamos a medida que penetramos en el mercado laboral, en el oficio de ser adultos? Todo eso, y un poco más. Pero, sobre todo, la energía y el ardor con el que sostenemos una causa. La falta de apatía, la falta de respeto, la falta de miedos y el deseo de devorar cada brizna de vida. Sentimientos que tantas veces expresan Àngel Figols y Maria Andrés a través de unos personajes con fondo y dimensión, en continua evolución sobre el escenario, construyéndose en cada palabra, en cada monólogo, en cada gesto. Sin interrupción alguna. Confiando en que el espectador quedará atrapado en la naturalidad con la que se va hilando esa hora de clase. A medida que surgen los fragmentos del pasado, las confidencias, los miedos, los futuros que no fueron y los que quién sabe si llegarán a ser.

A un dramaturgo como Xavi Puchades, siempre cuidadoso con los diálogos y la escritura de personajes (desde el monólogo con Begoña Tena Una indígena els va guiar a través de les muntanyes hasta el teatro escrito en Saqueig), el texto de Guillermo Calderón le viene que ni pintado. Classe bien podría ser un monólogo larguísimo contrapunteado por pequeñas intervenciones que engarzan las diferentes partes de este (la exposición brutal del maestro a la experiencia de la vida), pero el atento trabajo sobre los personajes concede una fluidez a las palabras de Calderón que hacen que, incluso en los silencios, el hilo entre profesor y alumna nunca parezca detenerse. Al contrario, puesto que, poco a poco, va in crescendo hasta el hermoso cara a cara final en el que la amargura de una juventud del pasado se enfrenta a la vitalidad del presente. Al derecho de rebelión, aunque fracase. Al optimismo antropológico. A la utopía. A cualquier cosa que se pueda vivir, porque se tiene que poder vivir. O sentir.  O exprimir hasta que se quede seca. Porque, más que de pasados o de futuros, Classe parece hablarnos de la energía que hace falta para construirlos. Porque, sí, siempre guardaremos una fascinación, pública o secreta, por la juventud y cada primera vez que hicimos algo. Pero lo que es innegociable es esa voluntad, ese bloque de posibilidades, esa pasión enardecida, con la que hay que defender la sociedad. O la educación. O el futuro. La revuelta antes que la resignación.

El mérito de esta adaptación de Classe es que todo funciona con una limpieza, con una claridad, con una frescura encomiables. Cada cosa está en su sitio y se podría decir que cada elemento traído a escena cumple su propósito: crear en el público ese enardecimiento, esa excitación, ante una vida que, aunque sea en una pequeña escala (o en una grande, no nos engañemos), hemos traicionado. A la que hemos renunciado con ideas cómodas o porque se nos quitaron las ganas de sufrir.  Remover, pero también conmover. Lanzar una tormenta de mierda, como hace el profesor cuando barre todos los fantasmas que le han hecho un nudo en el estómago, y plantar una semilla para confiar en el futuro. Hablar de tú a tú, sin quedar superficial, sabiendo cómo trasladar el ardor político de la vida sin, precisamente, hacer política ni campaña (y qué buenos son los autores latinoamericanos en eso, ya sea Calderón o el Santiago Mitre de El estudiante). Manifestando, en definitiva, un derecho a rebelión. Contra el conformismo. Contra la indiferencia. Por muchos fracasos que vengan. Porque con ellos, en cierto modo, es como aprendemos a estar vivos. Y es ahí donde empieza todo.

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