Delirium, de Teatro del contrahecho (Sala Ultramar, Valencia. Del 31 de octubre al 10 de noviembre de 2019)  | por Óscar Brox

La adicción a examen. La adicción en un tiempo en el que todos somos adictos a algo. La adicción como la prueba más extrema de nuestra empatía ante el dolor de los demás. En el arranque de Delirium, encontramos a sus cinco protagonistas perdidos en los últimos tragos antes del fin de la noche. La luz del neón nos recuerda una y otra vez el título de la obra, pero también nos ubica en ese espacio de temblor, de tristeza, en el que se mueven los personajes de la obra. En un escenario arrasado por botellas vacías y periódicos viejos, apenas unas pocas sillas y varias mesas entre el mobiliario, que nos indican esa poca vida que, conforme avance la obra, se va a esfumar ante nuestra mirada.

Más que aleccionar, Delirium nos coloca frente a unas vidas rotas por la apatía, por la rutina, por un alcoholismo que cumple con su función social. Que haga las pequeñas tragedias de lo común y corriente y deja que las cosas naufraguen sin que notemos demasiado el dolor que provocan. Cada personaje explica, expone, comparte sus cuitas, en el espacio minúsculo que habita en el escenario, para dar algo de sentido a su dependencia a la botella. Se habla de la socialización, del pánico ante la falta de objetivos vitales o de la obligación de mantener una euforia que se sobreponga a la miseria de cada día. Hablan los personajes, rotos, devastados, pero nosotros escuchamos a sus cuerpos: la manera en la que tratan de encontrar un lugar en el que dejar caer el peso de sus vidas, la torpeza de unos movimientos lastrados por el alcohol, los chillidos con los que los micrófonos distorsionan sus mensajes a las gradas donde nos encontramos los espectadores. Esa clase de confesiones que uno hace frente al espejo, en busca de esa verdad desnuda a la que tanto cuesta expulsar. A la que nadie quiere enfrentarse.

Ante la verborrea de los personajes, una melopea de ocasiones perdidas y futuros cancelados, cada espectador siente esa especie de nudo en la garganta, la necesidad de conceder una pizca de empatía ante esas figuras que son siluetas, sombras desdibujadas, en la esquina de un bar. O de una fiesta. O de un callejón mal iluminado. Cuyos actos opacan la fuerza de sus palabras. En Delirium nunca hay un vaso vacío, siempre hay oportunidad de beberse la vida, de llevar a cabo una coreografía en la que las botellas vuelan de mano en mano hasta que todos los vasos están rellenos. Llega un sorbo, después otro y otro más. Una mirada perdida. Un gesto de compasión. Una punzada al corazón de un espectador incómodo cuando los actores trepan por las gradas y nos colocan frente a frente con ese dolor que esquivamos a diario. Que parodiamos hasta la náusea. O que reducimos al nivel de la mierda.

Con una puesta en escena transparente, hábil en su forma de combinar los monólogos de sus personajes con su acción de conjunto, Delirium pone su esfuerzo en desnudar, sin ambages, el sentido último de la adicción en nuestra sociedad. El horizonte de efímera felicidad, la necesidad de una euforia que tape la mediocridad del presente, la soledad y la distancia que ponemos ante la empatía. Y lo hace con el texto como principal arma, con los cuerpos de sus actores llenando ese espacio vacío, habitándolo, mientras todo parece desmoronarse a gran velocidad. Cada cambio de luz, cada aparte en el que uno de los actores comparte su confesión, acompaña el desmantelamiento de la obra. Del escenario, cada vez más diáfano y, paradójicamente, más opresivo. Y de los personajes, que se muestran tal como son más allá del furor con el que la obra arranca. Así hasta alcanzar el final.

Tal vez el final se alarga un poco, en esa concatenación de momentos finales que tensan los nervios del público -en especial, en ese juego de sombras en el que cada personaje prefigura su final, casi su adiós-, pero que también sacrifican algo de la fluidez con la que la obra se había conducido hasta el momento. Aunque también es cierto que Delirium parece construida como si se tratase de un clímax, un nudo que conviene no desenredar porque acabaríamos con sus personajes. El informe de esa adicción al alcohol, de esa función social que cumple la soledad, y el examen de nuestra empatía ante el dolor de los demás. El ajustado reparto sabe cómo trasladar el revoltijo de emociones sin restar verdad ni añadir artificio. Y, al final, lo único que queda es ese último gesto antes de la oscuridad total, cuando los protagonistas dicen sus últimas palabras y ya corre por nuestra cuenta proporcionarles esa pizca de empatía, de compasión, de entendimiento, que no han dejado de reclamar desde el comienzo, mientras se preparaban para la muerte.


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