Ahora todo es noche (liquidación de existencias), de La zaranda para el Teatro Inestable de Ninguna Parte en coproducción con el Teatre Romea (Teatre El Musical, Valencia. Del 21 al 22 de octubre de 2017)  | por Óscar Brox

Liquidación de existencias. Cualquiera diría que se trata de un sinónimo para referirse a la invisibilidad. A ese proceso mediante el cual se alcanza la insignificancia; cuando se deja de importar o, sencillamente, se mantiene una postura lo suficientemente impopular como para que una mayoría gire la vista hacia otro lado. Hacia otro lugar. Quizá porque ahora, más que nunca, la vida ha alcanzado tal grado de insignificancia, de indiferencia, que es capaz de construir un paisaje, un mundo, poblado de gentes de paso. De esas que ni dejan huella ni gastan palabras de peso para, precisamente, hablar de la existencia. De las cuitas personales y de la relación que se puede mantener con un mundo aparentemente ignorante al dolor.

Ahora todo es noche, ya desde su mismo título, alienta un sentimiento de final. No en vano, sus tres protagonistas, vagabundos de un mundo que se ha olvidado de ellos, deambulan por la terminal de un aeropuerto tratando de que nadie note su presencia. Si acaso, solo aquellos que puedan escuchar. Que eliminen esa barrera entre una realidad y otra, la misma que separa el espacio escénico del patio de butacas. Frente a las cenizas de la vida, La Zaranda erige una compasiva elegía a todo aquello invisible, acercándonoslo en la medida suficiente como para sentir su calor, su intensidad, la poesía contenida en cada uno de sus gestos. Lo suficiente como para sentirnos interpelados, atacados, reconocidos en esas heridas que la compañía teatral expone sobre el escenario. Una memoria que, como en el teatro de Tadeusz Kantor, parte de la necesidad de provocar una respuesta visceral sobre esas vivencias que, por un momento, palpitan sobre el escenario.

Es el teatro de La Zaranda un teatro que huele, que hiede a humanidad, en el que el trabajo de iluminación tan pronto dibuja un cobijo sobre el escenario -esa luz anaranjada que podría ser la de una farola, una fogata o un mechero en mitad de la oscuridad- como atraviesa los cuerpos de sus actores para describir ese agónico sentimiento de soledad. De esa soledad que sus tres intérpretes adoptan en cada gesto, en cada movimiento, con tal grado de perfección que, en verdad, resulta difícil imaginarlos de otra manera. Fuera de los personajes. Pegados a una existencia que emboca su recta final. Su precipicio. Entre colas para acceder al comedor de la beneficencia y la red subterránea de las cloacas. De ahí que ese caminar en círculos, arrastrando un carrito por el escenario, abriendo y deshaciendo maletas, dibuje sin afectación alguna -y qué difícil es, hoy en día, eso- el vagar por un mundo cada vez más anónimo. Terrible, por indiferente; demasiado humano, porque deja al descubierto esos dramas minúsculos que pasan desapercibidos a cualquiera. Y que el teatro, en definitiva, nos enseña a escuchar.

¿Cómo describir la emoción que produce Ahora todo es noche? Difícil no sentirse aterido por ese frío que contagia los movimientos de los actores; conmovido por la lección de dominio de un espacio escénico que es muchos lugares y uno solo: la terminal de un aeropuerto, la cola para la beneficencia, un improvisado refugio para pasar la noche y, al mismo tiempo, las entrañas de un sentimiento. De soledad. De necesidad. De piedad y, también, de memoria. De compasión hacia unas figuras que van a desaparecer, como los trazos de tiza sobre el escenario o los vestidos de plástico que descansan en el suelo. Pero que, hasta que lo hagan, no van a ahorrar en palabras, en gestos, para que los recordemos. Para que no los olvidemos. Para que los mantengamos con vida. Como reyes de ese último recodo del mundo en el que toda vida tiene derecho a su existencia emocional.

En la tradición de aquellos mendigos buñuelianos, de los sueños de Calderón y los locos de Shakespeare, lo realmente emocionante de Ahora todo es noche es la capacidad de sus artífices para inscribir todo un acervo cultural, propio y nacional, integrado con la suficiente armonía como para que no caiga en tantos vicios contemporáneos: la intelectualización, la falsa vanguardia, etc. Como un saber bajo, hecho de pura tradición, de años y años de experiencia, que conmueve al que se acerca a escucharlo. Que emociona y cala en lo más hondo porque apela a lo humano, a las entrañas, a ese calor que comienza a disiparse en lo más crudo de la noche. A un compromiso poético, pero de esa clase de poesía que se escribe a ras de suelo, y ético con una ficción que, como reclama uno de los actores, no muere. Vive, como los espectáculos de La Zaranda, transformado en espacio para la reflexión. Para escuchar, para estar atento, a las voces de una cultura que se remueve sobre el escenario, quién sabe por cuánto tiempo.

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