La historia de los años del boom del cine popular italiano ha sido contada a través de una letanía de subgéneros: el peplum (“espada y sandalia”), el melodrama strappalacrime, el documental mondo, elspaghetti western, el giallo, el horror y el fantástico, y el poliziotteschi. Este último -que se puede traducir literalmente como relacionado con la policía– ha disfrutado de una interesante revisión en años recientes, gracias a los esfuerzos de sellos editores como Arrow Films, Raro Video, Blue Underground o el difunto NoShame, así como de espacios como el New York City’s Anthology Film Archives, que en 2014 albergó una retrospectiva titulada “The Italian Connection: Poliziotteschi and Other Italo-Crime Films of the 1960s and 70s.”
Los mejores ejemplos del poliziotteschi pasan por ser ejercicios de género narrados de manera visceral, mientras que de los peores se puede decir que albergan esa rara cualidad que les proporciona haber sido filmados en tiempos políticamente turbulentos. En cualquier caso, unos y otros merecen un análisis riguroso, como obras de una determinada sensibilidad artesanal y como termómetros para medir qué sucedió en la vida sociopolítica de la República italiana de los 60 y 70. Con todo, cabe señalar que este último acercamiento a menudo suscita la tentación de apelar a una impostada omnisciencia histórica. A lo largo de los años, se han llevado a cabo pequeños avances a la hora de concienciar al crítico de que, como los creadores o el trabajo que describe en sus textos, él o ella es también producto de una serie de factores ambientales que constituyen su identidad, incluyendo la cultura, la fe, la raza o el sexo. Y aunque nadie sugiere que la disparidad cultural entre un crítico y una obra debería prevenir al primero de dar rienda suelta a una escritura caprichosa, el sentido común recomienda a la crítica que evite sentar cátedra sobre temas que abiertamente desconoce. Al tiempo que la crítica se ha vuelto más sensible al reconocimiento de las políticas identitarias, un cierto “presentismo” -la tendencia a juzgar el pasado en función de los estándares del presente, que por supuesto se quedarán en el camino- se ha intensificado. Una explicación plausible descansa en el hecho de que las generaciones críticas pasadas, en su mayoría, ya no tienen el peso suficiente para formar grupos de interés que dicten una opinión oficial. O para suponer, de manera condescendiente, que todo aquello es fácil de asimilar. Mientras que muchos críticos blancos eluden hablar de la experiencia contemporánea de la América negra, no parecen tener los mismos escrúpulos cuando escriben alegremente sobre lo que significaba vivir en 1895 o en 1915, como si ese cañón cultural apenas fuese una pequeñísima grieta.
Número siete
Nuestro tiempo
Imágenes: Juan Jiménez García